Revista VIDA CRISTIANA (1953-1960)


Revista VIDA CRISTIANA (1953-1960)

¿QUÉ ES EL MUNDO Y CÓMO UN CRISTIANO DEBE VIVIR EN ÉL? (J. N. Darby)

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¿QUÉ ES EL MUNDO

Y CÓMO UN CRISTIANO DEBE VIVIR EN ÉL?

 

 

Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y  han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:

 

VM = Versión Moderna, traducción de 1893 de H. B. Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza).

 

 

"No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él." (1ª. Juan 2:15)

"¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios." (Santiago 4:4).

 

 

¿Qué es el mundo? He aquí una pregunta, de suma importancia, que forzosamente se presenta al atento examen de todo creyente serio y refle­xivo. ¿Qué es este mundo, del cual la Palabra le exhorta a conservarse sin mancha? (Santiago 1:27).

 

La Escritura usa la Palabra mundo en tres sentidos diferentes. En primer término significa, literalmente, el or­den, el sistema, la organización de la vida humana; luego, la tierra en sí misma es llamada "el mundo", por­que constituye la escena en la cual se desarrolla aquel sistema; por fin, lla­mamos "mundo" al conjunto de los individuos que viven conforme a este sistema. Se puede, pues, distinguir en­tre la escena del mundo, las personas del mundo, o el sistema del mundo.

 

Cuando leemos en la Palabra que "Cristo Jesús vino al mundo para sal­var a los pecadores" (1ª. Timoteo 1:15), bien podemos entender que Él vino a la escena de este mundo, y que enton­ces se halló, inevitablemente, en con­tacto con el sistema del mundo, que tanto le odiaba. Él decía de sus discí­pulos: "No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo" (Juan 17:16), es decir, que ellos no formaban parte de aquel sistema, en el cual, por el contrario, los demás hombres en­contraban su razón de vida y se complacían. Cualquiera que sea amigo de este sistema, es enemigo de Dios. (Santiago 4:4). La característica de tal sistema es gobernarse a sí mismo sin dependencia alguna de Dios.

 

Consideremos, como ejemplo, la or­ganización militar: Cuando un hom­bre es llamado a filas, lo halla todo organizado en vista de sus necesida­des: el habilitado provee a su sueldo, el encargado del vestuario le propor­ciona el uniforme, otro le facilita las armas y el equipo, etc.; sus idas y ve­nidas, su alojamiento, están determi­nados por los reglamentos: a horas regulares se hallan establecidas la dia­na, la instrucción, la parada, la lista, etc..; desde su llamada a filas, el soldado se halla sometido a esta organi­zación, de manera que no puede em­prender nada por iniciativa propia. La organización de este sistema es tan minuciosa y metódica, que ha sido calificado a veces, de manera muy significativa, de 'pequeño mundo'. Sin embargo, no es más que una pálida imagen de aquel inmenso sistema llamado "el mundo", el cual rige todas las cosas, y el cual responde a todas las necesidades del hombre, así como al ejercicio de sus facultades.

 

El hombre necesita vivir en Sociedad; por eso el mundo no dejó de organizar su sistema social, y se ha es­merado en hacerlo de un modo com­pleto y perfecto. La posición social es el todo para el hombre; no ahorra ningún esfuerzo para alcanzarla y conservarla a toda costa, ni hay gasto que le parezca excesivo. Considere­mos, hermanos, aquella inmensa escala social, 'la Sociedad', con sus miríadas de criaturas humanas, de las cuales algunas se esfuerzan para ascender a los más altos puestos, mien­tras que otras hacen lo posible para mantenerse en la posición adquirida. ¡Qué atractivo y terrible poder tiene aquel sistema social para absorber el espíritu y el corazón de los hombres!

 

Además, el hombre necesita un go­bierno o poder político para la pro­tección de su vida, su propiedad, sus derechos, a lo cual el mundo provee plenamente.

 

Y ¡qué organización más completa corresponde también a lo que llama­mos el mundo de los negocios! Las ocupaciones, en este mundo, forman un destacado conjunto de los más notables. Los hombres que sólo están dotados de fuerza física hallan ocu­paciones adecuadas a sus capacidades; los espíritus inventivos pueden dar libre curso a su genio; los de forma­ción artística se manifiestan en el mundo de la escultura, de la pintura, de la música o de la poesía; los sabios trabajan para resolver sus problemas; los escritores componen sus libros; y hasta las codicias y el lujo de unos, proporcionan a otros sus medios de subsistencia.

 

El hombre es una criatura tan com­pleja que necesita de numerosas y di­versas cosas para su satisfacción; le hace falta algo de negocios, de polí­tica, de sociedad, de estudios, y, por fin, hasta un poco de religión. El hom­bre es, por naturaleza, religioso. La palabra "religión" que nosotros usa­mos tan a menudo no se halla men­cionada más que cuatro veces en la Biblia. Notemos que religión no sig­nifica piedad, pues los adoradores de los ídolos son religiosos. La religión es parte integrante de la naturaleza del hombre, lo mismo que su inteli­gencia o su memoria; por consiguien­te, el sistema del mundo que provee, de manera tan completa, a cuanto al hombre atañe, no puede menos que ofrecer un alimento a esa inclinación religiosa de su naturaleza. Así, al que sea sensible a suaves impresiones, o que tenga afición a lo 'bello', el mun­do le presentará armoniosa música, o imponentes ceremonias, o ritos religio­sos. Al que sea de carácter indepen­diente y comunicativo, el liberalismo le permitirá dar rienda suelta a sus sentimientos. Si, por el contrario, uno es de carácter callado, reservado o reflexivo, hallará satisfacción en una severa ortodoxia. Si otro es concien­zudo, haciendo poco caso de sí mismo, y cree indispensable hacer penitencia de un modo u de otro, también po­drá satisfacer sus aspiraciones en aquel sistema del mundo, etc... Existen, pues, creencias, doctrinas y sectas adaptadas a cada variedad de carácter, a toda forma de sentimien­to religioso, en la carne.

 

¿Puede haber sistema más admira­ble y completo? Nada deja de lado. La satisfacción y el pretendido gozo que contiene son suficientes para que aquella gran multitud movediza de la humanidad se halle siempre en activi­dad y goce de un relativo contenta­miento. Los corazones se aprestan siempre a buscar lo que les pueda sa­tisfacer, los espíritus se hallan atarea­dos; si alguna cosa viene a faltar, in­mediatamente se recurre a otra. La aflicción y aun la muerte no se dejan de lado en la organización del siste­ma de este mundo; se provee para los fu­nerales, para los vestidos de luto, se ha­cen las visitas de pésame, se dispen­san palabras de simpatía, nada se olvida; de tal manera que, en poco tiempo, el mundo es capaz de elevar­se por encima de sus duelos, y de vol­ver de nuevo a su acostumbrada es­fera de ocupación.

 

Pero actualmente, por la gracia de Dios, algunos – muy pocos, por cierto – de los que están en el mundo, han com­prendido que cuanto hay en él, nego­cios, política, educación, gobierno, ciencia, invenciones, ferrocarriles, te­légrafos, organizaciones sociales, ins­tituciones de beneficencia, reformas, religión, etc., son parte integrante del sistema de este mundo, de un sistema que va completándose cada día. Lo que se llama 'progreso del siglo' no es otra cosa sino el desenvolvimiento de aquel elemento mundano.

 

Ahora bien: La relación actual de Cristo con semejante mundo debe ser también la nuestra. La posición que Cristo ocupa en el cielo, y la que no ocupa aquí abajo nos indica, suficientemente, cuál debe ser la nuestra.

 

A los que pregunten los motivos por los cuales tal actitud debe caracterizarnos, contestamos: «¿No sabéis que Satanás es "el Dios de este  mundo", "el príncipe de la potestad del aire, el director de aquel monstruoso sistema? Es su energía, su genio inspirado, y su príncipe.» Cuando Jesucristo estuvo en la tierra, el diablo fue a ofrecerle "todos los reinos del mundo y la gloria de ellos", por cuanto – decía – "a me ha sido entregada, y a quien quiero la doy. Si tú postrado me adorares, todos serán tuyos." (Lu­cas 4: 6-7). Estos versículos desco­rren el velo, y aparece a plena luz el verdadero objeto de todo culto reli­gioso del hombre. La Escritura habla de Satanás como de alguien que era "lleno de sabiduría, y acabado de her­mosura" (Ezequiel 28:12), y que se disfraza de "ángel de luz" (2ª. Corintios 11:14). ¿Cómo extrañarse, pues, de que los hombres, tanto los indiferentes co­mo los más reflexivos, sean engañados y seducidos? ¡Cuán pocos son los que tienen los ojos abiertos para discer­nir, por la Palabra de Dios v la un­ción del Espíritu Santo, el verdadero carácter del mundo! Algunos hay que creen haber escapado del lazo de la mundanidad porque abandonaron lo que llamamos 'los placeres munda­nos' y se hicieron miembros de de­terminadas iglesias, o de asociaciones religiosas: pero no se dan cuenta de que siguen permaneciendo en el sistema del mundo de igual modo que an­tes. Sólo que, Satanás, príncipe de este mundo, les hace pasar de un departamento a otro, a fin de adormecer sus inquietas conciencias, haciéndoles sentirse más satisfechos de sí mismos.

 

Así las cosas, naturalmente, se nos presenta esta cuestión: ¿Cuál es el remedio? ¿Qué harán los que andan por el camino ancho y que hasta hoy vivieron de conformidad al sistema del mundo, para librarse de su influencia? ¿Cómo podrán discernir lo que es del mundo y lo que es de Dios? – Dice el apóstol: "todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.2 (Romanos 8:14). Normalmente, la vida cristiana ha de ser gobernada por Cristo, tal como el cuerpo de un hom­bre se halla dirigido por su cabeza; cuando se está sano, no se mueven la mano ni el pie, a no ser que lo man­de la cabeza. Es precisamente en el mismo sentido que Cristo es la cabeza del cristiano (1ª. Corintios 11:3), el cual se halla entonces sometido a Él en todas las cosas, sean de poca o de mucha importancia. Así es como el cristianismo hiere la mundanidad en su misma raíz; la voluntad propia del hombre es el principio funda­mental sobre el cual se halla edifica­do todo el sistema del mundo, mien­tras que la base de la vida cristiana no puede ser otra que la dependencia de Dios y la obediencia a Su vo­luntad.

 

El gran objetivo de Satanás es es­tablecer para el hombre un sistema que sustituya enteramente la direc­ción del Espíritu Santo; ello será su obra maestra de los tiempos del fin, y la característica prominente de la gran apostasía que se acerca rápida­mente. Entonces, Satanás se manifes­tará abiertamente y en su misma per­sona, como Dios de este mundo, lo que, de momento, está aún escondido en misterio.

 

Queridos hermanos, es tiempo ya que los cristianos despertemos del sueño espiritual y examinemos si de una manera o de otra no nos hemos asociado a un sistema que madura rápidamente para el juicio.

 

«Pero», dirán algunos, «¿cómo po­demos nosotros impedir este estado de cosas? ¿No nos hallamos sujetos a ellas, aun a pesar nuestro, por nues­tro comercio, nuestras profesiones, como miembros de la sociedad? ¡No podemos abandonar nuestras ocupa­ciones diarias!» Claro, es una ne­cesidad que cada uno admite, pero debemos notar que el hecho de que cada uno la admita prueba que no es de Dios: "Y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe." (1ª. Juan 5:4). La fe no repara en las circunstan­cias exteriores, en lo que es posible o en lo que sea imposible; la fe no considera lo que se ve, sino que con­fía en Dios. Alrededor nuestro, muchas personas nos pueden aconsejar acerca de lo que conviene hacer o evi­tar en la sociedad humana, pues lo que conviene al mundo es su regla y su medida; pero el hijo de Dios si­gue caminando sin rodeos y no hace ningún caso de lo que dicen esas per­sonas, pues lo que conviene a Dios es su regla y medida. Puede ser que ellas vean trazado claramente el ca­mino que siguen, y que éste sea per­fectamente razonable y satisfactorio: mas ello no tiene ningún valor para el cristiano que anda por la fe: éste bien sabe que lo que se considera universalmente como el buen camino será, al contrario, el camino de per­dición, pues es el camino ancho (Lu­cas, 16:15).

 

Por ejemplo, muchos estiman que un buen ciudadano, un cristiano, debe interesarse por el gobierno de su país, y debe votar, contribuyendo así a lle­var al poder hombres honorables. Pero Dios habla muy diferentemente. Repetidas veces en su Palabra, y de diversas maneras, Él me dice que como hijo suyo, no soy ciudadano de ningún país ni miembro de sociedad alguna: "nuestra ciudadanía está en los cielos" (Filipenses 3:20); desde entonces no tenemos otro quehacer que el de las cosas celestiales. "En la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo." (Gálatas 6:14). Si las cosas terrenales absorben mis pensamientos y mi corazón, me constituyo en enemigo de la cruz de Cristo (Filipenses 3:18). "No os conforméis a este siglo." (Romanos 12:2).

 

¿Qué tenemos entonces que ver con las autoridades? Pues, sujetarnos a ellas, ya que Dios las ordenó: cuan­do imponen sus tributos, satisfacer­los, y hacer rogativas por los reyes y por todos los que están en eminencia (1ª. Timoteo 2:1). Resulta, pues, que lo único que un cristiano puede realizar en política, es someterse a las potes­tades superiores, "no solamente por razón del castigo, sino también por causa de la conciencia." (Romanos 13:5). Sin duda alguna, en Cristo el cristiano es "heredero de todo", in­cluso de la tierra en la cual el sistema mundano opera hoy en día; pero lo mismo que a Abraham en el país de Canaán, Dios no le da 'siquiera don­de poner el pie' como herencia ac­tual suya: "El justo por la fe vivirá".

 

Si, pues, el verdadero hijo de Dios deja de tomar posición definida en cosas de política, no es tanto que crea malo el adherirse a una opinión, sino que ha dado su voto y su adhesión a Aquél que está en los cielos, y que Dios ha ensalzado como Rey de Reyes y Señor de los señores. Además, las cosas terrenales perdieron todo interés para él, porque ha hallado cosas de mucho mayor valor y atractivo. También ve que el mundo es impío en su espíritu y en su esencia, y que sus reformas y progresos más preciados van apartando progresivamente de Dios el corazón del hombre. Desea dar testimonio de Dios y de Su verdad, anunciando el juicio venidero en el día de la aparición de Cristo, cuando los hombres se congratularán creyendo estar en paz y seguridad; y espera que, por él, algunos aprenderán a li­brarse de los lazos en los cuales Satanás busca aprisionar la humanidad entera.

 

Nosotros que somos salvos, hemos de estar en un lugar aparte, como quienes han tomado posición con Cristo rechazado, ante el mundo que Le ha crucificado: manifestados como hombres de una raza celestial: "irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo" (Filipenses 2:15). Esta es la misión – ¡y cuán elevada! – de los hijos de Dios. Pero cuesta mucho vivir de esta manera. Tenemos que mantener­nos cual roca solitaria en medio del ímpetu de un río caudaloso, ya que todo cuanto nos rodea está moviéndo­se, está bullendo; todo tiende a ha­cernos vacilar, una continua e implacable presión se ejerce sobre nosotros. Nos hallamos luchando en medio de una interminable oposición la cual, tarde o temprano, nos arrastra­ría, si no pudiéramos contar con la firmeza de la ROCA.

 

Cuando vamos poniendo en prácti­ca las palabras de Dios, entonces es cuando se levanta la tormenta para nosotros. Ser miembro de lo que se llama una "iglesia" es cosa fácil; también lo es el hacer como todos los demás; el ser hombre honrado y buen ciudadano no ocasiona ninguna per­secución. Uno puede reunir todas es­tas cualidades y, sin embargo, seguir la corriente mundana. Pero resplan­decer como luminares por Dios en el mundo es cosa que provoca la ene­mistad; por dondequiera que se ve al verdadero Cristo, se le odia. Si le ven a Él en mí, me odiarán por este mo­tivo; por el contrario, si gozo de bue­na reputación, si nadie se me opone, ¿qué significa eso para mí, como cris­tiano? Muy sencillo: no siendo ma­nifestada la vida de Jesús en mi cuer­po mortal, no se puede ver a Cristo en mí.

 

Así van las cosas: cuando un alma ha llegado realmente al conocimiento de Dios, o más bien a ser conocida por Él, se siente atraída hacia las cosas celestiales por su unión con Cristo, no tiene ningún deseo de participar en el sistema u orden de cosas del mundo y bien puede pensar: ¿sería posible que yo retornara a tan débiles y miserables principios? Un hombre que ha venido a ser hijo de Dios, que tiene la vida, la vida eterna en Cris­to, que es identificado con la Cabeza glorificada (verdad que le ha sido re­velada por la Palabra y el Espíritu), ¿podría, acaso, tener intereses en el mundo, habiendo conocido a Dios? Si vemos, por ejemplo, a un niño comiendo una fruta medio podrida y ácida en un huerto, mientras que tie­ne a su lado un árbol cargado de las más sabrosas frutas, deduciremos for­zosamente de ello que aquel niño no sabe lo que es una buena fruta, ni las conoce. Del mismo modo, si el cora­zón del hombre se apega a cualquier de los componentes del orden de cosas de este mundo, nos preguntaremos: ¿cabe pensar que haya conocido a Dios?

 

Es por eso que las palabras de Dios no se nos presentan como manda­mientos formales, tales como: 'No votarás', 'No serás honrado en este siglo malo', 'Sufrirás el oprobio to­dos los días de tu vida', etc., etc. Al contrario, nos son presentadas de tal modo que el discípulo amante, cuyo corazón egoísta, siendo sometido a Cristo, sólo anhela conocer los pen­samientos de su Señor, y pueda des­cubrir el secreto de los mismos. Vi­viendo así, reflejará con mayor fide­lidad la Persona de Cristo morando en él como creyente librado de este "presente siglo malo." (Gálatas 1:4).

 

Ya no son los antiguos mandamien­tos de la ley mosaica: "harás", "no harás". Sin embargo, la voluntad de Dios puede discernirse perfecta, cla­ra y fácilmente con tal que el ojo sea sencillo ("La lumbrera del cuerpo es el ojo; si, pues, tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz" Mateo 6:22 – VM). Dios cuida maravillosamente de que un corazón que le ama pueda enterarse sin dificultad de Su voluntad, mien­tras que un corazón falto de sinceri­dad busca inevitablemente disculpas y escapatorias para caminar en una senda de maldad. Puede hallarse una aplicación de esta verdad en una familia. Imaginémonos a un hijo cari­ñoso, apegado a sus padres, obedien­te, que haga lo posible para conocer los propósitos y la conducta de su pa­dre: tendrá el sentimiento de sus deberes, y todo le será fácil y natural. Pensemos ahora en otro hijo que se halla en las mismas condiciones, goza de los mismos privilegios y conoce bien los pensamientos e intentos de su padre – o a lo menos tendría que co­nocerlos — pero se pone a obrar a su ánimo y declara a su padre, al ser reprendido: «¡Yo no lo sabía! nunca me dijiste que no debía hacer eso o aquello, que no debía ir a tal o cual lugar.»

 

Antes de terminar, quisiera insistir sobre otro punto. Por cierto, no po­demos evitar el contacto con el orden de cosas del mundo, pero aquel contacto no debe nunca transformarse en comunión: ¿Qué concordia tiene Cristo con Belial? (2ª. Corintios 6:15). "No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal." (Juan 17:15). Jesús, que no era de este mundo, padeció en él, y vivió como extranjero: el aislamiento y la tribulación fueron para El cosas vividas y sentidas, y será lo mismo para nosotros, en la medida en la cual seguiremos fielmente Sus pasos. ¿No es triste ver, hermanos y hermanas, que entre nosotros haya algunos que busquen su satisfacción y bienestar en el impío sistema del mundo, encontrándose en él como en casa pro­pia? ¿Tendríamos casa propia aquí abajo donde Cristo no está? No olvi­demos de que somos viajeros sin do­micilio, peregrinos fatigados y verda­deros extranjeros, si en verdad somos de Cristo.

 

Mientras estemos en el mundo, no podemos sustraernos a su contacto. Pero, ¿no ocurre a veces que tene­mos contacto con él en numerosos asuntos para los cuales no hay la me­nor necesidad de ello? No lo ten­dríamos, sin duda alguna, si lleváse­mos siempre en nuestro cuerpo la muerte de Jesús.

 

Numerosas son las decepciones por las cuales el Enemigo seduce hasta el corazón de los hijos de Dios: Reunio­nes religiosas, obras de caridad, so­ciedades fraternales o cofradías, cosas en las cuales la carne puede compla­cerse y que toman el lugar de la vida que tenemos en la fe del Hijo de Dios (Gálatas 2:20). Los creyentes de los tiempos antiguos que recibieron el testimonio (conservado hasta nos­otros) de haber agradado a Dios, fue­ron despreciados (Hebreos 11: 36-­37). Otros vinieron a ser la escoria del mundo y el desecho de todos hasta ahora (1ª. Corintios 4:13). Tenían su vi­vienda (o ciudadanía) en los cielos: mas nosotros ¡preferimos ser gente honrada y considerada por este mun­do! Es que nos conformamos demasiado al sistema u orden de cosas del mundo: cuyo resultado es que no puede haber conflicto entre él y nos­otros, y que somos súbditos desleales de Cristo, quienes evitamos, cuando no huimos de él, del vituperio de la Cruz.

 

Sin embargo, la Palabra de Dios permanece sin alteración: "todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecución." (2ª. Timoteo 3:12 – VM).

 

Amados hermanos, ya conocemos la senda estrecha, ¡ojalá seamos de los que la siguen!

 

Tenemos ya nuestros pasaportes. Estamos sellados con el Espíritu San­to y esperamos al mismo Señor que, con aclamación, voz de arcángel y to­que de la trompeta de Dios vendrá a arrebatarnos a Su encuentro, en las nubes, para que estemos siempre con Él. ¡Qué bendita esperanza!

 

"Gracia a vosotros y paz, de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo; el cual se dió a sí mismo por nuestros pecados, para libramos de este presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre, a quien sea la gloria para siempre jamás. Amén." (Gálatas 1: 3-5).

 

J. N. Darby

 

Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1954, No. 8.-

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