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DECADENCIA Y JUDAIZACIÓN DE LA IGLESIA (F.W.Grant)

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Decadencia espiritual y judaización de la iglesia

 

De: La Historia Profética de la Iglesia

 

o,

 

Algunos males que afligen a la cristiandad y su remedio, como lo describen las propias palabras del Señor a las siete iglesias. (Apocalipsis capítulo 2 y 3),

 

F. W. Grant

 

Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles (" ") y han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RV60) excepto en los lugares en que además de las comillas dobles ("") se indican otras versiones mediante abreviaciones que pueden ser consultadas al final del escrito.

 

1ª conferencia

 

Lectura Bíblica: Apocalipsis 2: 1-11

 

Amados amigos, si el Señor nos lo permite vamos a considerar los discursos a las Siete Iglesias, — no realmente en detalle sino más especialmente ciertas partes de ellos, — como representativos del estado de la cristiandad en su conjunto casi desde el momento en que el Señor dejó la tierra hasta el momento en que Él venga otra vez. Ahora bien, en primer lugar, es justo que yo les muestre brevemente cuál es mi justificación para considerar que estos discursos son aplicables de esta manera. Sólo puedo indicar los motivos, siendo el principal la pertinencia de la aplicación misma.

 

Entonces, ustedes encuentran que el Señor se dirige aquí, por medio de Su apóstol, a siete iglesias en Asia, — un pequeño distrito en la parte occidental de lo que nosotros llamamos Asia Menor, actualmente Turquía. Pero es evidente que a estas siete iglesias se las ocupa para representar a la Iglesia en general. En primer lugar, ellas son notables por ser siete en número, número que, como ustedes saben, aparece en todo el libro del Apocalipsis. Ustedes no sólo tienen estas siete iglesias, sino también siete sellos, siete trompetas, siete copas, los siete espíritus de Dios y otros sietes que todos pueden ver inmediatamente que tienen una clara significancia como tales. No es casualidad que sean sólo siete. Ahora bien, nosotros encontramos aquí el mismo número que algunos de nosotros sabemos que es uno de los números que significan perfección, generalmente en un buen sentido, y de hecho, la perfección de la obra Divina. Dios completó todo en la creación en el séptimo día.

 

Por otra parte, a estas siete iglesias está designado todo el libro de esta profecía, evidentemente para nosotros, y para todos los tiempos, pero dicha profecía es puesta en manos de ellas; y se las hace así representantes de la Iglesia en general.

 

Además, el propio Señor se presenta aquí en este capítulo en medio de los siete candeleros. Estos candeleros representan las siete iglesias, como se dice. Había un candelabro de siete brazos en el tabernáculo, o en el templo, — aquí tenemos, por así decirlo, los siete brazos separados unos de otros, y estando solos en pie. Aquel candelabro de siete brazos era la luz del santuario, — la luz de los sacerdotes. Era significativo de Cristo por medio del Espíritu Santo (por medio de la Palabra, obviamente), la luz de Su pueblo. En esta escena de Apocalipsis, Su pueblo es considerado como la "luz", no del santuario, sino "del mundo", y los candeleros están cada uno sobre su propia base, lo que significa su posición de responsabilidad. Pero, además, aquí no es sólo entre las siete iglesias asiáticas que Él anda, ni sólo entre las que tienen esta posición: las siete iglesias no son más que representantes del todo.

 

Además, todo el libro es una "profecía", — una profecía que llega hasta el final mismo de los tiempos, e incluso hasta la eternidad misma: una profecía que no tiene un significado meramente local. Una introducción tal que sólo se refiriera a unas pocas iglesias de la época de los apóstoles, cuyo recuerdo para la mayoría de otro modo habría desaparecido por completo, difícilmente estaría en consonancia con este carácter del propio libro. Si ellas son profecías, entonces todo el libro evidentemente es una profecía; y si ellas son proféticas de la condición de la Iglesia en general, entonces ¡cuán especialmente importantes para los siervos del Señor a quienes Él mostraría, para la propia guía de ellos, las cosas que pronto sucederían!

 

Por consiguiente, si además ustedes toman los capítulos mismos que contienen estos discursos, ustedes encuentran que en cada uno de ellos hay el llamamiento más solemne a, "El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias". Casi ninguna parte de la Escritura tiene un requerimiento tan constante y solemne a atender lo que está escrito. Ciertamente, si nosotros vamos a aceptar la advertencia y amonestación divinas como aplicables a nosotros mismos, debemos creer que estos capítulos tienen un lugar muy peculiar en la palabra de Dios, y una aplicación muy peculiar a todos nosotros. Escritos y transmitidos de una generación a otra, todos los que tienen oído para oír son exhortados a atender. Pero, después de todo, la evidencia más satisfactoria de que estos discursos pertenecen a la Iglesia en todos los tiempos es que podemos seguir el rastro de esa aplicación en los hechos reales de su historia, y esto es lo que me esforzaré en exponer ante ustedes en estas conferencias.

 

Ahora bien, en primer lugar, entendamos cuál es el carácter del libro que tenemos ante nosotros. Tenemos un título distinto, Apocalipsis (o Revelación), — algo que no es usual en la Palabra; rara vez ustedes tienen un título para alguno de los libros de la Escritura. Los dos primeros versículos aquí son evidentemente eso, y el título es: "La Revelación de Jesucristo". Él lo llama una "revelación". Él dice claramente que es una "revelación" o divulgación de ciertas "cosas que deben suceder pronto". En lugar de ser algo que nadie puede entender, ello es lo que Dios llama una "revelación".

 

No necesitamos decir que si Dios la dio para mostrarnos estas cosas, no habrá tal oscuridad en ella como para frustrar el objetivo para el cual ella fue dada. Yo me atrevo a decir que nosotros no la encontraremos oscura si tenemos buenos corazones para recibirla. Ustedes encontrarán en la parábola del sembrador (Lucas 8: 4-15) que sólo el corazón bueno "entiende" (Mateo 13: 23). Y además, ella es también una revelación para los siervos de Cristo. Es para todos, sin duda, pero en ese carácter. Son Sus siervos quienes tendrán que ver con las cosas. La senda de ellos estará en medio de las cosas acerca de las cuales Él va a hablar, y Sus siervos necesitarán discernir entre las cosas que Le agradan o Le desagradan. Pero si nosotros no somos siervos, — si no tenemos ese carácter, sin duda la encontraremos difícil de entender; es decir, si buscamos el conocimiento especulativo en lugar del conocimiento práctico.

 

Hay un claro estímulo dado a los siervos con respecto a oír y leer las palabras de esta profecía: "Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía". Yo puedo decir que, si nosotros no pudiésemos entenderlas perfectamente y saber sin ninguna duda a qué son aplicables estas cosas, ¿cómo se podría esperar que guardásemos "las cosas en ella escritas"? (Apocalipsis 1: 3). Porque, si después de todo la cosa es meramente dudosa, — lo que puede o no ser así, — de hecho, ella no tiene derecho alguno sobre ustedes o sobre mí. Nosotros no debiésemos andar por sendas dudosas. "Todo lo que no proviene de fe, es pecado" (Romanos 14: 23); y la fe debe tener la palabra de Dios para apoyarla y justificarla. Y por lo tanto, yo digo otra vez, si no hubiera algo que pudiera ser claramente asido, y aprendido, y entendido en su aplicación a lo que nos rodea, a las cosas en medio de las cuales estamos viviendo, no se podría esperar que guardásemos "las cosas en ella escritas".

 

Consideremos ahora los discursos mismos. En primer lugar, a la "iglesia en Éfeso". Tenemos al Señor hablando en palabras bastante sencillas pero que son tan solemnes como prácticas para todos nosotros hoy. En medio de muchos elogios hacia ellos, — y el Señor elogia todo lo que Él puede elogiar, — Él tiene que decirles esto, "Has dejado tu primer amor". "Yo sé tus obras, y tu trabajo, y tu paciencia, y que tú no puedes sufrir los malos, y has probado a los que se dicen ser apóstoles, y no lo son, y los has hallado mentirosos. Y has sufrido, y sufres, y has trabajado por causa de mi nombre, y no has desfallecido. Pero tengo algo contra ti, porque has dejado tu primer amor". (Versículos 2-4 – RV1865),

 

Ese es el comienzo de la decadencia en todas partes, — con cada uno de nosotros; y si esto es aplicable a cualquiera de nosotros en este momento, recordemos que estamos caídos, y nunca podremos estar bien hasta que seamos restaurados a aquel primer estado.

 

Quiero que ustedes noten cuánto puede elogiar el Señor incluso donde Él encuentra una falta tan grave. "Yo conozco tus obras", dice Él; pero no sólo tus obras, sino "tu arduo trabajo". Eso es trabajo enérgico. Pero, además, es el trabajo que en medio de una escena como ésta es propenso a colapsar bajo la desilusión y el desaliento que le son inherentes. Los efesios no habían colapsado; ellos tenían "paciencia", resistencia tranquila. Siguieron trabajando a pesar del desaliento. Por otra parte, la paciencia tiende a degenerar en tolerancia del mal con el que nos encontramos constantemente. Sin embargo, ellos no podían "soportar a los malos ". Éste fue un elogio para los que no mostraban la liberalidad que las personas a menudo tendrían ahora. Tal tolerancia es incompatible con el amor de la verdad y el bien.

 

El mal se mostraba también en las altas esferas. Es notable ver que en el comienzo mismo ya había quienes decían ser apóstoles, y no lo eran. Prestemos atención a eso: será importante recordarlo en otra conexión en breve. Nosotros conocemos en qué se convirtió esa pretensión en tiempos posteriores, y que ello todavía existe. No debemos amedrentarnos por ello como tampoco se amedrentaron los efesios: "Has probado a los que se dicen apóstoles, y no lo son, y los has hallado mentirosos".

 

Además, ellos habían soportado y sufrido, y habían trabajado por el nombre de Cristo. Había verdadero amor a Cristo: si bien no había el primer frescor del mismo, había verdadero amor a Cristo subyacente en todo ello. Había mucho fruto; pero el Señor tuvo que decir esto, "Pero tengo algo contra ti, porque has dejado tu primer amor". No es de algo que parecería como si el Señor estuviera hablando de algo pequeño, mientras que era algo tan grande como podía serlo. Después de eso, es solemne ver que incluso los que retenían la doctrina de Balaam, comparativamente, no eran más que "unas pocas cosas" más. (Apocalipsis 2: 14). Pero Él nunca llama a esto algo. El Señor es celoso de nuestros corazones, — de nuestro amor, porque Él nos ama; y no es poca cosa para Él ver que nuestro amor decae, — ver que su primer frescor ha desaparecido.

 

Yo quiero expresarlo de una manera muy práctica, — quiero preguntar a ustedes quienes al venir aquí esta noche asumen la posición de cristianos, — de aquellos que han conocido a Cristo, — quiero preguntarles, como me preguntaría a mí mismo, si acaso conocen ustedes lo que es el "primer amor", y si acaso tienen este "primer amor" ahora. Hay una característica en dicho amor, — y yo no dudo de que sus recuerdos me justificarán aquí, — que el primer amor es algo cautivador.

 

Ustedes conocen la manera en que cualquier cosa nueva tiende a apoderarse de uno. Ello ha pasado a ser un refrán. Pero en el caso del primer amor es preeminentemente característico que cautive al sujeto de éste. Si nosotros recordamos lo que sucedió cuando nuestros ojos fueron abiertos para ver lo que Cristo era, y para llamarle nuestro, — nuestro Salvador, — para recibir lo que Él había hecho por nosotros, yo creo que confesaremos una experiencia común: que al menos por un tiempo, corto o largo según sea, Su amor nos poseyó; no había nada más que disputara el lugar con Él. Y si ahora es de otra manera, — si hemos descendido a una estimación más tranquila y moderada de Él, y podemos encontrar espacio y tiempo para muchos objetos de los cuales Cristo es sólo uno entre otros, — podemos pensar que tal vez ello sea incluso sabiduría, sobreviviendo correctamente el ardor de lo que es joven, cuando Él nos dice, "Has caído", "has dejado tu primer amor". Eso es lo que ustedes encuentran, por ejemplo, en el apóstol Pablo, quien yo creo que nunca dejó el suyo, desde el principio hasta el final. Lo que encontramos en la Epístola a los Filipenses es que su amor tenía ese carácter cautivador. Él se entregó al objeto de su amor; muy deliberadamente también, pero enteramente y sin distracciones. Él tenía algo ante sí; una idea lo poseía. Esto hizo que él fuese, sin duda, lo que la gente llamaría estrecho y parcial. No obstante, estos son los hombres — por así decirlo — que dejan su impresión profunda y duradera en el mundo. Pocos hombres se distraen con una serie de objetos; mientras que por otra parte, si ustedes encuentran a un hombre resuelto con respecto a algo, absorto en el deseo, encontrarán generalmente (obviamente, no puedo decir universalmente en un mundo como éste) que aquel hombre en gran medida hace realidad su deseo. Lo que él persigue, lo persigue fervientemente, concentrando sus facultades en su objeto, y tiene éxito. Si se trata de dinero, obtendrá dinero, y así sucesivamente. Para el éxito, al menos en otras cosas, yo supongo que todos admitirán que no hay nada como ocuparse enteramente en una cosa. Ahora bien, es claramente esto lo que el Señor reclama para Sí mismo. Nosotros podemos fácilmente imaginar, a medida que el amor se enfría, que sólo estamos adquiriendo sabiduría; que éramos drásticos y entusiastas; que el ardor natural de los primeros días pasó y que debiese pasar; que sólo somos más sabios cuando en realidad somos menos espirituales y consagrados, — y creo que ciertamente menos felices también. Porque, oh, no hay nada como la felicidad de un afecto cautivador y receptivo, lo cual el amor eterno e infinito ha despertado hacia sí mismo. Y yo repito, al menos el apóstol Pablo no era uno de esos prudentes, y dice claramente que debemos seguirlo a él ¡como él siguió a Cristo! (1ª Corintios 11: 1).

 

Para el apóstol Pablo el vivir era Cristo, y Cristo le bastaba. Esto es lo que ustedes encuentran a la vez en Filipenses. Cuiden ustedes de mantener estas cosas juntas. En el primer capítulo ustedes tienen a un hombre para quien el vivir era Cristo; y a aquel hombre, ustedes encuentran en el último capítulo, Cristo le bastaba perfectamente. Él había aprendido a contentarse, cualquiera que fuese su situación; sabía vivir humildemente, y tener abundancia; en todo lugar, en todo y por todo estaba enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad. (Filipenses 4: 11, 12). La prosperidad no lo entusiasmaba ni la adversidad lo abatía: siempre se contentaba, cualquiera que fuese su situación. ¿Cómo? Él revela el secreto: "Todo lo puedo en Cristo que me fortalece". (Filipenses 4; 13). Ahora bien, no se imaginen ustedes que todo cristiano puede decir eso. ¿Puede decirlo alguno de nosotros? De nada sirve, obviamente, insistir en lo que Cristo puede hacer. Cristo puede hacerlo todo; pero la pregunta es, ¿conocemos nosotros a Cristo de manera práctica como para poder decir: "Todo lo puedo en Cristo que me fortalece"? Si no es así, ¿cuál es el motivo? El motivo es el fracaso en cuanto al primer principio, — "Para mí el vivir es Cristo". (Filipenses 1: 21).

 

El fruto puede parecer muy hermoso por fuera y sin embargo, después de todo, no estar maduro para el gusto del Amo; así que aquí había una gran cantidad de fruto que parecía bastante bueno, pero no había estado suficientemente expuesto al sol. No estaba maduro como para ser útil al Señor. Ahora bien, no estamos en un estado correcto como para juzgar nada, — ni siquiera para discernir lo que el mal es, a menos que nuestros corazones estén realmente bien con Él. El Señor nos está presentando aquí lo que fue la raíz de todo el mal que encontramos después. Porque si nuestros corazones pierden su frescura de amor a Cristo, — es decir, si Cristo tiene menos de nuestros corazones de lo que una vez tuvo, — entonces ciertamente algo más vendrá a llenar el vacío.

 

Si como se dice, la naturaleza aborrece el vacío, nuestros corazones ciertamente lo hacen; y si Cristo no los está llenando, el mundo será introducido para llenar el vacío de una forma u otra. Ciertamente será así. Pero, además, no hay satisfacción alguna allí. ¿Qué es el mundo? Si ustedes toman la propia estimación del apóstol (o más bien la de Dios por medio de él), es esta: "Todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la vanagloria de la vida, no procede del Padre, sino que es del mundo". (1ª. Juan 2: 15, 16 - VM).  Concupiscencia y vanagloria; ¡y eso es todo! ¿Satisface la concupiscencia? La concupiscencia es sólo deseo insatisfecho. ¿Satisface la vanagloria de la vida? ¡Lamentablemente! la vanagloria de la vida no es más que hermano gemelo de la envidia, — otra forma de concupiscencia. Y además, " el mundo se va pasando, con su concupiscencia". (1ª. Juan 2: 17 – VM). ¿Acaso no es esto suficiente para destruir la satisfacción? Ahora bien, si yo solamente voy en busca de la concupiscencia el resultado es que el vacío se hace mayor, y me vuelvo, lamentablemente, — si el Señor no viene y me detiene, — sólo más imprudente y obstinado en la búsqueda. Un paso de partida lleva a otro, y, ¿qué ocurre con la palabra de Dios y su juicio masivo sobre el mundo y todo lo que le pertenece? ¿La tomaré con sinceridad? ¿Desearé yo aplicarla con toda su fuerza a las cosas mismas que estoy buscando? El resultado necesario es que mi juicio está deformado en cuanto a lo que el mundo es y me resulta difícil creer que el mal es tan malo como la palabra de Dios dice. "¿Dijo Dios: "No comáis de todo árbol del huerto?" (Génesis 3:1). Así el curso se acelera hacia abajo. Excepto sólo Dios, nada puede detener a uno en dicho curso.

 

Entonces, no se extrañen ustedes de que tengan aquí la raíz de todo el mal que ha surgido en la Iglesia, y no nos sentemos a juzgar esto y aquello en lo que encontramos a nuestro alrededor, mientras al mismo tiempo tenemos la raíz de todo ello sin juzgar en nuestras propias almas. Yo les insisto, y a mí mismo por igual, que si Cristo no tiene nuestro corazón plenamente, — si nuestro quehacer, nuestro placer, de hecho, toda nuestra vida no está real, verdadera y honestamente consagrada a Él (y no estoy hablando ahora de una consistencia absoluta realizada, todos tenemos que reconocer mucha inconsistencia, pero aun así) si el propósito de nuestros corazones no es darle a Él  todo, entonces no hay realmente una comunión apropiada con Él, y obviamente, no hay poder alguno para juzgar verdaderamente lo que el mal es. Para tener parte con Él, Él debe limpiar, como Él dijo: "Si no te lavare, no tendrás parte conmigo". (Juan 13: 1-9). Pero si ponemos nuestro pie en Sus benditas manos, debemos ponerlo allí sin reservas. Si Él lava, ello debe ser de acuerdo con Su pensamiento acerca de lo que es la contaminación; y si Él no limpia, no podemos tener parte alguna con Él. Él no puede tolerar la comunión con el mal, pero como una consecuencia nuestra comunión con Él desaparece. La menor reserva, — el más pequeño hecho de ocultar deliberadamente a Cristo lo que es legítimamente Suyo, — estos corazones por los que Él padeció tanto y se ha esforzado tanto en ganar, — el más pequeño hecho de ocultar conscientemente a Él es, por así decirlo, fatal. La frescura de nuestras almas desaparece. Yo estoy seguro de que al mismo tiempo que avanzamos con Él, Él nos mostrará más y más lo que es esto y aquello, y que juzgar todas estas cosas es más o menos una obra práctica. Nuestros ojos se aclaran más y más al mismo tiempo que estamos con Él, y aprendemos más y más a llamar a las cosas por sus nombres, y a verlas como realmente son. Si bien todo eso es cierto, y si bien hay así un crecimiento en la santificación práctica, no obstante, la entrega que Él exige de nosotros, desde el principio y en todo momento, es una entrega total y sin reservas.

 

No tiene sentido alguno que sigamos con estos discursos a menos que podamos decir honestamente: «Bueno, en todo caso, el deseo de mi corazón es darle todo a Cristo». Es inútil intentar ir más allá. Ustedes no pueden aprender la verdad de Dios como un escolar aprende su lección. Ella no es meramente para la cabeza; ella es para el corazón. Los ojos para verla son los del corazón, y no los de la cabeza; y yo dejo esto a su corazón en cuanto a dónde ustedes están. Es solemne pensar que es a Éfeso a la que se habla así. Si hubiera sido Corinto o Galacia, habríamos dicho: «el mal comenzó con ellos casi desde el principio». Pero se trata de Éfeso, la primera, como uno podría decirlo, de las iglesias apostólicas, y a la que se le había confiado especialmente el depósito de la verdad de la Iglesia. El fracaso aquí nos permite preguntar: ¿Y dónde, si no en Éfeso? Y en verdad, si nosotros sólo consideramos las cartas a las diversas iglesias no tendremos dificultad en ver que mucho antes que terminaran los días apostólicos, los días lozanos y resplandecientes de la Iglesia primitiva habían desaparecido. Las advertencias y reprensiones de las primeras cartas cambian a declaraciones solemnes y enfáticas en las últimas. En Roma todos buscaban "lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús", según escribió el apóstol Pablo en Filipenses 2: 21. "Me abandonaron todos los que están en Asia", dice el apóstol a Timoteo. (Timoteo 1: 15). El misterio de la iniquidad estaba ya en acción. (2ª Tesalonicenses 2: 7).  En los días del apóstol Juan ya había muchos anticristos que habían salido de ellos; y, aún estaban adentro tales como Diótrefes resistiendo abiertamente al apóstol que aún estaba vivo, y expulsando de la Iglesia a hermanos verdaderos.

 

Las advertencias proféticas llevan esto hasta los mismísimos "postreros días" de la cristiandad. Los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor. (2ª Timoteo 3: 13).  Falsos maestros introducirán herejías destructoras, y aun negarán al Señor que los rescató, y muchos seguirán sus disoluciones, por causa de los cuales el camino de la verdad será blasfemado. (2ª Pedro 2: 1, 2). Los "postreros días" serán especialmente "tiempos peligrosos", — habrá hombres que "tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella". (2ª Timoteo 3). Y el hombre de pecado, el liderazgo del mal que está ya en acción, coronará la apostasía final, y recibirá el juicio de la propia mano del Señor en Su aparición.

 

Nosotros estamos preparados, entonces, para encontrar el aspecto de las cosas oscureciéndose a medida que avanzamos con estos discursos. Incluso a pesar de las medidas correctivas que el fiel amor del Señor no podía sino proporcionar, si aun así ellos podían ser despertados a ser conscientes de su condición, y volver, verdadera y eficazmente, a Él.

 

Por consiguiente, esta disciplina es la que encontramos en la siguiente epístola a la iglesia de Esmirna, — la persecución que todos saben que surgió en los días de los emperadores paganos. (Apocalipsis 2: 8-11). La "tribulación por diez días" ha sido mencionada así por aquellos que no pensaban en ninguna aplicación de estos discursos al estado de la Iglesia en general. La justificación de ello mediante la historia es indudable en este caso. Pero ustedes encuentran aquí que el Señor interviene de la manera más amable y tierna, aunque no para sacarlos de ella porque Él tenía Su propio propósito en que ellos pasaran por ello. Él quería que ellos aprendieran a partir de la actuación del mundo cuán completamente opuesto a Dios era dicho sistema. Él quería forzarlos, por así decirlo, mediante la gran presión externa, a regresar a Él, para que allí pudieran aprender, como sólo allí podrían hacerlo, el verdadero carácter de aquello que se estaba infiltrando; y por lo tanto, Él deja que ellos pasen por ella ordenándoles sólo que fueran fieles "hasta la muerte". Él lo había sido; había "resistido hasta la sangre, combatiendo contra el pecado". (Hebreos 12: 4). Él había pasado por ello y le había quitado el aguijón. Él les da la seguridad de su compasión. En breve Él les daría la corona de la vida.

 

Individualmente, multitudes eran así fieles. Sin embargo, no debemos imaginar que el estado de cosas mejoró en general. Por el contrario, quiero que ustedes observen que hay una clase de personas de las que se habla aquí que claramente atraen la atención y a quienes el Señor reprueba completamente. Si tenemos habilidad para leer el lenguaje simbólico que es empleado aquí en todas partes, no tendremos ninguna dificultad con respecto a quiénes son ellos o cuál es el lugar que ellos ocupan en este momento de la historia eclesiástica. La clase de personas a la que Él se refiere está descrita en estas explícitas palabras: "Yo conozco tus obras, y tu tribulación, y tu pobreza (pero tú eres rico), y la blasfemia de los que se dicen ser judíos, y no lo son, sino SINAGOGA DE SATANÁS".

 

Además, Él no habla de ellos como de personas a las que Él se dirige; pero no imaginemos que por eso ellos estaban afuera, y no eran, de hecho, una facción existente en la Iglesia. Está de acuerdo con el carácter de estas cartas que el Señor no se dirija a ellos. Lo mismo sucede con los nicolaítas, los seguidores de Balaam y la mujer Jezabel, todos los cuales, hay que admitir, estaban dentro de la Iglesia profesante. Pero Él no podía contar a los que eran instrumentos de Satanás como estando entre los que tenían oído para oír. El hecho de que ellos se llamaran a sí mismos judíos no implica que no profesaran ser cristianos también, pues, de hecho, ellos podrían estar amalgamando judaísmo y cristianismo; y nosotros sabemos que esto ocurrió casi desde el principio, y el apóstol Pablo tuvo que resistirlo en todas partes. Pero éstos no son judíos, aunque dicen serlo. Si lo hubieran sido apenas habrían necesitado profesarlo así. Ahora bien, Satanás es el gran adversario de Cristo, es aquel que continuamente trata de deshacer Su obra, así como Cristo, por otra parte, viene para deshacer las obras del diablo. (1ª. Juan 3: 8). Esta era la sinagoga de Satanás, una facción judía, el instrumento de Satanás en su esfuerzo para deshacer la obra de Cristo. Ellos no eran realmente judíos en absoluto sino personas que asumían el terreno judío, el terreno de la sinagoga, y blasfemaban (o calumniaban) a los verdaderos seguidores de Cristo. Se les acusa de calumnia, no de persecución, como la del mundo exterior; y el nombre mediante el cual el Señor los llama puede enseñarnos suficientemente en cuanto al verdadero carácter de ellos. "Sinagoga" es la palabra judía para su reunión, así como la palabra cristiana usada en todas partes es "asamblea". Casi no necesitamos decir que en ninguna parte de la Escritura la palabra "iglesia" es usada para designar un local de reunión o un edificio dedicado a fines religiosos. Allí donde aparece la palabra "iglesia", debería leerse "asamblea", que es el significado primario de la palabra griega "ekklesía" que aparece en los manuscritos, pues el uso de la palabra "iglesia" aplicado a un edificio o a un lugar de reunión es producto de tiempos posteriores. Esto es bien sabido, y no hay nada peculiar en decirlo. Cualquiera que conozca el original griego lo admitirá. Al mismo tiempo, es de la mayor importancia tener esto claramente en cuenta. Si yo hablo de la "asamblea", obviamente no podría confundirse con muros, con ladrillos y argamasa; sin embargo, ese es un abuso notorio de la palabra "iglesia".

 

Por otra parte, si yo hablo de la asamblea cristiana tal como aparece en las Escrituras, es decir, de la asamblea que es el cuerpo de Cristo (Efesios 1: 22, 23), yo no puedo pensar en otra cosa que en el conjunto de todos sus miembros. La membresía de la Iglesia no es otra cosa que la membresía del cuerpo de Cristo, y no puede haber muchos cuerpos de Cristo sino sólo uno, y ese único cuerpo conteniendo a todos los cristianos verdaderos. Entonces, ¿cómo podemos nosotros hablar de que la Iglesia enseña, o cualquier cosa por el estilo? ¿Qué es esta Iglesia que enseña? La Iglesia es toda la compañía de maestros y enseñados por igual. Lo que ellos llaman enseñanza de la Iglesia es sólo la enseñanza de ciertos maestros en generaciones pasadas aceptada más o menos ampliamente en tiempos posteriores. Pero eso no es la Iglesia en absoluto. La restauración (si fuera posible) de la verdadera palabra "asamblea" destruiría muchas de estas fantasías desde el principio mismo.

 

Ahora bien, prestemos atención al hecho de que hay una diferencia entre las palabras judías y las cristianas. La palabra griega para la asamblea del Nuevo Testamento, " ekklesía", deriva de dos palabras que significan llamar fuera. No se trata simplemente de una reunión; es una reunión de personas que están claramente llamadas a salir de entre otras. Por otra parte, "sinagoga" es una mera reunión o lugar.  No es una reunión de personas que han sido llamadas a salir de entre otras, y esto distingue precisamente la reunión judía de la cristiana.

 

Ahora bien, para ver qué significa eso consideremos brevemente lo que el judaísmo era. El judaísmo era un sistema probatorio en el cual Dios estaba probando al hombre para ver si podía obtener de él algo que Él pudiera aceptar, — probando al hombre para ver si por alguna ayuda que Él pudiera darle este podía de alguna manera hacer justicia por sí mismo, y presentarse ante Él sobre la base de sus propias obras. En el judaísmo, Dios le dio al hombre la ley como la medida de obediencia que Él requería para que él pudiera ver Su rostro y vivir. Pero el hombre nunca vio el rostro de Dios y nunca pudo verlo en esos términos. En el momento en que ustedes ven lo que la ley es, no pueden tener duda alguna de que ella debe excluir efectivamente al hombre de la presencia de Dios para siempre. Todos dirán a la vez: «Si yo tengo que amar a Dios con todo mi corazón, mi mente y mis fuerzas, y a mi prójimo como a mí mismo, yo no lo he hecho, no lo hago y no puedo hacerlo». (Véase Deuteronomio 6: 5). Ahora bien, si estos son los términos sobre los cuales el hombre ha de presentarse ante Dios mediante su propia obra, entonces es absolutamente imposible que un hombre llegue a Su presencia de esa manera. Ciertamente él está excluido; y eso es exactamente para lo que fue dada la ley. Dice el apóstol, "Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios". (Romanos 3: 19). Ese no fue meramente el efecto real de la ley, sino que fue el diseñado efecto de ella. Su sentencia dice: "No hay justo, ni aun uno". (Véase Salmo 14: 1-3; Romanos 3: 10).

 

Esa sentencia era el final del juicio, — el final del período de prueba del hombre. El final del juicio es cuando la sentencia es dictada. El apóstol precisa a los judíos que ahora la sentencia había sido dictada, — dictada por la propia ley de ellos. El juicio del hombre en cuanto a esto había terminado. Es inútil hablar siquiera por un momento como si el juicio estuviera en curso después que se ha dictado la sentencia. "No hay justo, ni aun uno", — ni Abraham o Moisés, de hecho. El juicio ha terminado, la sentencia ha sido dictada, y esa es la consecuencia de la ley, — su consecuencia prevista y diseñada, — toda boca cerrada, y el hombre culpable. Yo sé que es muy difícil para nosotros recibir esto, siendo la ley de Dios santa, justa y buena. (Romanos 7: 12).  Pero la verdad es que la consecuencia misma de ella como juicio consistía en esto, a saber, que Dios se estaba ocupando del hombre en su propio terreno. Si ustedes toman todas las formas de religión en todas partes encontrarán que de una manera u otra ellas guardan la ley, — enseñan a hacer algo para vivir. Es el principio universal de lo que es llamado 'religión natural', — es el principio de las obras para ser aceptados por Dios; y ninguna agudeza o sabiduría del hombre ha sido capaz de idear otra forma. Eso es exactamente lo que la Escritura dice en cuanto a la ley. Eran los principios o "rudimentos del mundo". Ello es lo que el mundo reconoce en todas partes y según lo cual actúa, y lo hace correctamente entre hombre y hombre. Las leyes son necesarias para mantener el mundo en alguna condición tolerable. No podríamos vivir si ellas no existieran. Ahora bien, lo que el hombre considera tan necesario de este modo, é lo adopta como principio entre Dios y él mismo de manera natural, e incluso en eso él tiene razón en cierta medida. El problema es que él no sabe y no le gusta creer que en aquel terreno él está sencillamente perdido, y nada más; y así reduce la medida de lo que se requiere a lo que él cree que es la medida de su habilidad, y así evade la justa e inevitable sentencia.

 

Además, la ley concuerda en todas partes con los pensamientos naturales del corazón del hombre. Pero él tiene dificultad en darse cuenta de que Dios dio esa ley simplemente con el propósito de condenar; porque él no conoce el corazón de Dios, o los recursos de Su amor; y si la ley condena, él no ve nada más allá. Por lo tanto, todo su esfuerzo consiste en escapar del juicio; pero no puede hacer esto porque Dios es santo y no puede simplificar Su ley; y, por otra parte, ninguna simplificación bastará para dar al hombre seguridad ante Dios. Si para Dios el pecado es un asunto de juicio, ¿cómo puede el hombre comparecer ante Él con él? La verdad es que él está perdido; pero no quiere enfrentar la verdad. Por lo tanto, había una cosa característica del judaísmo, tal como hay una cosa característica del cristianismo. En el judaísmo era característico que Dios estuviera oculto mientras que la característica singular del cristianismo es que Dios es revelado. "Jehová ha dicho que él habitaría en la oscuridad", dice Salomón. (Primer libro de los Reyes 8: 12; Segundo libro de las Crónicas 6: 1). Dios es luz", dice el apóstol Juan. (1ª. Juan 1: 5).  "A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer". (Juan 1: 18).  "El que me ha visto a Mí", dice el propio Hijo, "ha visto al Padre". (Juan 14: 9).  Por lo tanto, el judaísmo y el cristianismo están en contraste esencial. El velo no rasgado, el camino al Lugar Santísimo no manifestado, Dios esencialmente desconocido — eso es el judaísmo; y los nombres mismos con los que Dios es llamado muestran esto: Él es el Todopoderoso, el Eterno, (tal vez la interpretación más cercana de Jehová), y el Altísimo. Ninguno de estos nombres me habla de Su corazón. ¡El Todopoderoso! ¿Cómo usará Él Su poder? Eternidad, Soberanía, — todo esto no es Él. Pero el Hijo, el Hijo de Su amor, entra en escena, se hace Hombre para estar cerca del hombre, — y Él revela al Padre. Allí Le conozco a Él.

 

En la segunda entrega de la ley, cuando junto con la ley Dios habló de misericordia, un resplandor de la gloria iluminó el rostro de Moisés (Éxodo capítulo 34); sin embargo, era sólo Jehová quien apareció. Y si bien es cierto que Él se declara a Sí mismo como "¡Jehová, Jehová, Dios compasivo y clemente, lento en iras y grande en misericordia y en fidelidad; que usa de misericordia hasta la milésima generación; que perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado", Él tiene que añadir, (porque todavía era ley, lo que las tablas de piedra, palabra por palabra, contenían de nuevo), " pero que de ningún modo tendrá por inocente al rebelde…!". (Éxodo 34: 6, 7 – VM).  Pero entonces, ¿qué esperanza hay para el hombre, quién ciertamente es ese? Aunque Dios pudiera decir así, en cuanto al inicuo, como Él lo hace en Ezequiel: "Apartándose el impío de su impiedad que hizo, y haciendo según el derecho y la justicia, hará vivir su alma" (Ezequiel 18: 27), y aun así, la medida estricta sigue siendo la ley. La misericordia podría lidiar con sus pecados pasados y darle un nuevo comienzo, pero la nueva hoja en blanco a la que él pasó, ¿podría mantenerla sin mancha? ¿Podría él llevar a Dios la hoja sin mancha que Él requería? Lamentablemente, nunca; nunca podría él salvar su alma. Y la ley en su forma más suave sólo hizo que la profunda depravación del hombre fuese más evidente. Era lo que el apóstol llama "el ministerio de muerte" y "el ministerio de condenación". (2ª Corintios 3: 7, 9). Por eso Moisés, en el monte, sólo vio las espaldas de Dios, y no Su rostro. Por lo tanto, también, el velo intacto durante todos los días del judaísmo seguía mostrando que "aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo". (Hebreos 9: 8). Lo que fue puesto de manifiesto no fue más que la inutilidad de todos los esfuerzos del hombre por ver a Dios y vivir.

 

Ahora en cuanto a la característica esencial del cristianismo.

 

Primero. El cristianismo no fue la modificación de la ley: no vino a suavizarla aún más. Al contrario, la revelación cristiana mantiene la ley en su máximo rigor. Es un apóstol cristiano quien insiste en que "cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos". (Santiago 2: 10). Y es otro apóstol quien nos dice que "todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas". (Gálatas 3: 10).

 

Entonces, el cristianismo mantiene, no deroga, la justa condenación de todos los que están en ese terreno, — en el terreno de obras de cualquier tipo, es decir; porque cada pormenor del deber del hombre está cubierto por la ley. La sentencia ha sido dictada; el juicio del hombre ha terminado. Él es "impío", y más, él también es "débil". Nada se puede esperar de él parecido a bondad o justicia. ¿Qué queda entonces? Pues Dios puede manifestarse. Él no podía hacerlo mientras duraba la prueba. El hombre habría dicho naturalmente: «Yo he cumplido mi parte del acuerdo; he guardado el pacto». Por lo tanto, Dios tuvo que mantener Su rostro velado para el hombre continuamente. Pero tan pronto como no hubo la menor duda de que el hombre nunca podría abrirse camino para entrar, que él nunca podría estar ante Dios en absoluto, entonces, — en el momento en que el pecado del hombre había llegado a su punto más álgido, cuando el Hijo de Dios colgaba muerto en la cruz que el hombre Le había dado, cuando los designios de la carne habían mostrado así su enemistad contra Dios de la manera más completa, — la propia mano de Dios rasgó el velo en dos, de arriba abajo; y mediante aquel precioso derramamiento de sangre se abrió un camino para entrar a Dios, y para que, por otra parte, Dios saliera al encuentro del hombre. Sí, realmente un Hombre encontró Su camino a la presencia de Dios, y se sentó allí en virtud de Su obra; pero se trató del Hombre, el compañero de Dios. (Zacarías 13: 7). Y el camino por el cual Él entró fue, a partir de aquel momento, un camino de acceso, consagrado y hecho seguro para los pecadores por la virtud de Su preciosa sangre.

 

Eso es lo que caracteriza al cristianismo. Dios ha entrado con Su gracia de una manera totalmente independiente de las obras del hombre. Ya no hay ninguna mezcla permitida o posible. Como dice el apóstol: "Si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia". (Romanos 11: 6). No hay nada más enfático que eso: ustedes no pueden mezclar estos dos principios. El evangelio (las buenas nuevas) del cristianismo es gracia. Dios no exige nada del hombre excepto que reciba lo que Él le ofrece. Él no está pidiendo justicia; Él la está suministrando. Mediante el evangelio los pecadores expuestos y condenados por la ley son bienvenidos y se los hace descansar. Aquel que mediante la ley no podía absolver al culpable, mediante la obra de Su Hijo justifica al impío. Dios es el que justifica. Debido a que Cristo "murió por los impíos", Él "justifica al impío". Entonces, por la sangre de Cristo nosotros podemos ir directamente a la presencia de Dios y verlo cara a cara. Y Dios que estaba detrás del velo y en "oscuridad", es, como dice el apóstol Juan, "luz". Y esa gloria de la que una vez estuvimos excluidos se convierte en nuestro hogar permanente y sereno. Pero ahora presten ustedes atención a que si ese es el caso el cristianismo lleva inmediatamente a las personas a un claro lugar de aceptación con Dios y de relación con Él, lugar que era imposible que el judaísmo pudiese brindar jamás. Ello saca a relucir, a diferencia del mundo, un pueblo reconciliado y en paz con Dios. "A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad (o derecho o privilegio) de ser hechos hijos de Dios". (Juan 1: 12).

 

De este modo, en el cristianismo ustedes tienen el llamamiento a salir a aquellos que pueden asumir su lugar como hijos de Dios. En el judaísmo se producía el embrollo, como se diría ahora, de los piadosos y el mundo juntos. No había separación, ninguna era posible. En el judaísmo los hombres todavía estaban siendo probados y nadie podía asumir su lugar como hijo de Dios en el verdadero sentido, como nacido de Él. En aquel sentido, nadie podía llamar a Dios su Padre. El apóstol nos dice en el cuarto capítulo de Gálatas que los verdaderos hijos, aunque herederos, estaban en su minoría de edad, "bajo tutores y curadores hasta el tiempo señalado por el padre", y en nada diferían del esclavo, aunque eran señores de todo. (Gálatas 4: 1, 2). En la escuela, con el profesor, los niños dicen señor o maestro, y no "padre". Así también en esa condición ellos dirían: "No entres en juicio (Señor) con tu siervo; porque no se justificará delante de ti ningún ser humano". (Salmo 143: 2).

 

Es cierto que Dios era un Padre para Israel; pero Israel era una nación en la carne, — una compañía mezclada de pecadores y santos juntos. No había, no podía haber, posibilidad de distinguir uno del otro. No había una asamblea alguna de santos distinta de la de pecadores. El único llamamiento para salir fue dirigido a Israel a salir de entre los gentiles, sólo el tipo, y en cierto sentido lo opuesto mismo al llamamiento de los cristianos a salir del mundo. Así, en el judaísmo había una mezcla completa. En el cristianismo existe ahora la separación de los hijos de Dios, a quienes se exhorta claramente a salir y separarse de los incrédulos, a fin de disfrutar realmente de su lugar como tales. (2ª Corintios 6: 14-18). El judaísmo no era en este sentido un llamamiento a salir, sino una mera "sinagoga", — una reunión.  En el undécimo capítulo del Evangelio de Juan, allí donde Caifás profetiza inconscientemente que Cristo debía morir por esa nación (Israel), el apóstol añade: "y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos". Ese fue uno de los propósitos de la muerte de Cristo, para que Él pudiera congregar ahora en uno a los hijos de Dios dispersos, de hecho, por el propio judaísmo. La Iglesia de Dios es la asamblea de aquellos que, no estando ya a prueba, tienen ya el lugar de hijos de Dios, y, como bautizados por el Espíritu, son miembros de Cristo; cuya aceptación está verificada y establecida para siempre, — por gracia y no por obras, ni mezclada con ellas. La reintroducción del judaísmo en la Iglesia fue la introducción de la distancia entre el hombre y Dios. Fue volver a poner el velo que Dios había rasgado en la cruz, — situar nuevamente a Dios en la oscuridad, y al hombre todavía bajo prueba, para encontrar su camino para encontrarse con Dios y presentarse ante Él si podía. Ello fue necesariamente poner distancia entre Dios y el hombre y cubrir el bendito rostro de Dios que Él había revelado en Cristo. Llámenla ustedes Alta Iglesia o como quieran, eso es lo que ella todavía es. Por lo tanto, se trata necesariamente del hecho de remezclar la Iglesia y el mundo juntamente. Porque, si ellos están siendo probados, nadie sabe cuál es cuál, ustedes no pueden separar al santo del pecador, todos están juntos bajo prueba; y entonces, ustedes no pueden separar a los hijos de Dios de los hijos del mundo.

 

Pues bien, si ustedes miran a su alrededor eso es lo que encontrarán exactamente en casi todas partes. El resultado de ese terrible cambio de asamblea a sinagoga es visible en todas partes. En la epístola a los Gálatas vemos lo que estaba ingresando a la Iglesia en tiempos del apóstol; y ustedes saben cuán serio es él al respecto: "¡Ojalá se mutilasen…!", él dice, y les advierte que si alguno venía y traía un evangelio diferente (no otro, porque no había dos), sería "anatema", — maldito.

 

Que el judaísmo haya encontrado cabida en la Iglesia de Dios significa nada menos que la destrucción de ella en su verdadero carácter. El primer punto de desviación (después de lo que estuvimos viendo en Éfeso) es la pérdida, en el verdadero sentido, de la Iglesia misma; y esto fue antes que comenzó la historia no inspirada de la Iglesia. Es sorprendente decir que ya no tenemos a la verdadera Iglesia históricamente existente como tal. Si un historiador eclesiástico puede decir «los anales de la Iglesia son los anales del infierno», ciertamente nosotros podemos reconocer que de lo que él está hablando no es de la Iglesia (excepto en responsabilidad), ¡sino de la sinagoga de Satanás! ¿Es el término demasiado fuerte? Lamentablemente, — aunque sin duda hay cristianos dispersos a través de ella, — ¿es la Iglesia de Roma, o la de Constantino, o incluso más atrás en el tiempo, algo mejor como un todo que el miserable remedo de la Iglesia verdadera, el cuerpo de Cristo? ¿Bajo quién sino bajo Satanás los hombres han obrado para hacerla así? Y cada nueva desviación de la verdad es un nuevo crecimiento, de hecho, del judaísmo. No es de extrañar, ya que ello es la religión del hombre de manera natural, y él nunca ha sido capaz de producir otra. Él puede ser bautizado, y transformado exteriormente, sin duda. Los hombres pueden ser llamados cristianos, aunque difícilmente se atrevan a llamarse así; "miembros de Cristo", hechos eso mediante un sacramento; pues los obispos pueden dar el Espíritu Santo tan libremente como alguna vez lo hicieron los apóstoles, ¡si las palabras pueden ser tomadas por realidades divinas! Desgraciadamente, debajo de todo eso, y no a gran profundidad, la hermosa forma está vacía como una máscara, — un sepulcro blanqueado de la impureza misma. Sólo que, — y tantos se han contaminado, — ello se ha puesto de moda, y no se debe hablar de ello; aquel que se aparta de la iniquidad se convierte en presa. Miren a su alrededor, amados amigos, y al menos no será difícil reconocer las formas de judaísmo, ni oír el lenguaje de la sinagoga, instaladas de nuevo. Sin duda ellos se llaman a sí mismos cristianos, quienes, si ustedes les preguntan si son de Cristo, pensarán que ustedes no tienen nada que preguntar; y si ustedes aducen ser de Él, ellos se asombrarán de la presunción de ustedes. Si ustedes no tienen ninguna duda, ellos dudarán por ustedes. Para ellos los hombres están todavía bajo prueba, y no saben qué resultará de ello. Como en el judaísmo, ustedes encuentran todo para actuar sobre el hombre a través de su ojo, su oído, su naturaleza emocional: arquitectura y espectáculos imponentes; atracciones musicales y oratorias; todo para despertar el sentimiento religioso en un ser que no está del todo perdido. Como ya he dicho, aunque ellos son llamados cristianos ustedes no deben juzgar si acaso lo son realmente. Ellos son miembros de iglesia; pero la verdadera Iglesia les es invisible y no saben dónde está. Tienen iglesias que obran de manera práctica que les va bastante bien. Ante la pregunta, ¿tienen ellos vida eterna?, — ellos tendrían temor de decirlo. ¿Perdón de pecados? Ellos no saben. ¿Son hijos de Dios? — ¿quién lo sabe? Es caridad suponer que ellos lo son, y ellos los acreditarán a ustedes si ustedes los acreditan a ellos. ¿Acaso no es eso lo que ustedes encuentran casi en todas partes? Una mezcla de la Iglesia y el mundo sigue a continuación, obviamente. La separación es reprobada. Es fariseísmo, — pretender ser mejor que el prójimo.

 

Todo eso es justo lo que realmente tenemos aquí. Es el mundo reunido como el sustituto de la reunión de Dios de los Suyos. Dios está reuniendo gente fuera del mundo; un pueblo que no es del mundo, como tampoco Cristo es del mundo. (Juan 17: 16). En cuanto a la Iglesia, ella prácticamente ha desaparecido. El mundo necesariamente entra como una inundación, y los hijos de Dios son abrumados. Ellos lo llaman el mundo religioso, y así es, aunque hay muchos creyentes en él, — invalidados, enlodados y en servidumbre; una servidumbre que ellos sienten, aunque no pueden salir de ella. Si existe alguna diferencia fundamental entre la Iglesia y el mundo, entonces, ¿qué debe resultar de esa mezcla? La Iglesia se convierte en el mundo, y el mundo en la Iglesia. "Todo lo que hay en el mundo" se encuentra necesariamente en ella. Hasta el día de hoy, "la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la vanagloria de la vida" están todas allí, y floreciendo (1ª. Juan 2: 16 – VM); ¿y quién gobierna el mundo? ¿Quién es el dios de este siglo y el príncipe de este mundo?

 

Concluyo aquí esta noche sólo con una aplicación. Espero que ustedes no me malinterpreten o piensen que estoy incorporando a toda la cristiandad bajo el horrible título que hemos estado examinando. La propia Iglesia de Dios todavía existe, gracias a Dios. Sus miembros se encuentran por todas partes, aunque, lamentablemente, dispersos, y en gran parte rechazando la verdadera unión de unos con otros en aras de alianzas que, si ellos tuvieran ojos para ver, reconocerían como siendo éstas del mundo. Yo no olvido que nosotros, los de hoy, somos herederos de males que nos llegan aprobados por grandes nombres y por nombres queridos. Yo no debo rehuir por ese motivo llamarlos por sus verdaderos títulos: yo estoy obligado a hacerlo. Son aquellos que se prestaron en tiempos muy tempranos a transformar la verdadera Iglesia de Dios en una reunión judía sobre principios legales, mezclando juntamente Su pueblo y el mundo, a quienes Él denuncia como sinagoga de Satanás. Pero, desgraciadamente, en su mayor parte el intento fue exitoso. Los hombres se durmieron. Los tristes resultados están con nosotros hoy. La práctica y los principios permanecen, — ampliamente difundidos, amplia y casi universalmente aceptados. La verdadera Iglesia ha desaparecido, — no puede ser vista. De la luz de Dios para el mundo aparecen unas pocas luces dispersas, bastante tenues en medio de la oscuridad.

 

Hasta qué punto los principios que he descrito son aplicables a ustedes mismos o en general, ustedes mismos deben discernirlo. Sólo que seamos honestos y sinceros en cuanto a esto. No tengamos escrúpulos en llamar mal a eso porque hombres buenos lo han practicado. Y lo que veamos como mal rechacémoslo de todo corazón. Rechacemos llamar ley al evangelio, —aprobarlo u oírlo. Recordemos las audaces y duras palabras del apóstol; — y si yo hubiese usado algo así esta noche, ¿qué diría la gente? Rechacemos, también, la complicidad con aquello que ha transformado el rostro de la Iglesia profesante hasta que los rasgos de la esposa de Cristo ya no son visibles. Rechacemos el yugo con los incrédulos, aunque sean incrédulos bautizados y ortodoxos en su doctrina. Es el Señor es quien dice, no yo, lo que debemos hacer para que Él sea para nosotros, de manera práctica, el Padre que Él es. Concluyamos con estas palabras: "No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso". (2ª Corintios 6: 14-18)

 

F. W. Grant

 

Traducido y adaptado del inglés por: B.R.C.O. – Enero 2024

 

 

Otras versiones de La Biblia usadas en esta traducción:

RV1865 = Versión Reina-Valera Revisión 1865 (Publicada por: Local Church Bible Publishers, P.O. Box 26024, Lansing, MI 48909 USA).

VM = Versión Moderna, traducción de 1893 de H. B. Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza).

Título original en inglés:
Spiritual Decline and Judaizing of the Church, by F. W. Grant
Traducido con permiso
Publicado por:
www.STEMPublishing.com
Les@STEMPublishing.com

Versión Inglesa
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