La Unidad de la Iglesia
«La unidad de la Iglesia es tan preciosa, tiene tanta autoridad sobre el corazón del hombre que, como consecuencia
de la decadencia de la Iglesia, existe el peligro de ver que el deseo de la unidad externa lleva a los fieles a aceptar el
mal y a andar en comunión con dicho mal, para no romper aquella unidad externa. Hace falta, pues, establecer el principio
de la fidelidad individual, de la responsabilidad individual para con Dios, y ponerlo por sobre toda otra consideración. Asimismo,
la autoridad de Dios sobre nuestra conciencia ha de ser una realidad. Mantener en la práctica la posibilidad de la unión entre
el nombre de Jesús y el mal es blasfemar este bendito nombre.»
¿Por qué nos reunimos al solo nombre del Señor?
Convencidos de la absoluta autoridad de la Palabra de Dios y de la perfección de sus enseñanzas, los hermanos que se
reúnen hacia el Nombre del Señor creemos en la unidad de la Iglesia formada en esta tierra por obra del Espíritu Santo y abarcando
a todos los hijos de Dios nacidos de nuevo. Dicha unidad se nos enseña en las Epístolas del apóstol Pablo, que la presenta
bajo el notable símbolo de un solo cuerpo, es decir de un organismo vivo formado por una variedad de miembros indisolublemente
unidos entre sí (véase detenidamente: Romanos 12: 4-8; 1 Corintios 10:17; 1 Corintios 12; Efesios 1: 22-23; Efesios 2:16;
Efesios 3: 4-6; Efesios 4: 1-16). Entre otras cosas, fue el conocimiento de dicha verdad lo que llevó, a cierto número
de cristianos a salir de cualquier organización HUMANA de iglesias y de cualquier congregación INDEPENDIENTE, por ser éstas
contrarias a la Escritura.
La mencionada verdad de la unidad del cuerpo de Cristo permanece como uno de los sólidos motivos y fundamentos de nuestra
posición.
Agrupados en distintos lugares alrededor del Señor como miembros de Su cuerpo, no nos corresponde pues crear ninguna
organización eclesiástica: reconocemos sencillamente lo que Dios ha establecido. Cada asamblea (o iglesia) local tiene la
responsabilidad de vigilar para que sean respetados los derechos del Señor, tales como están expuestos en la totalidad de
la Palabra de Dios. Así es como, según Mat. 18: 18-20; Juan 20:23; 1 Corintios 5: 9-13; 2 Corintios 2: 5-11, se aplica la
disciplina en la dependencia del Señor. Cualquier hijo de Dios, nacido de nuevo (1 Corintios 12:13), deseoso de andar según
el orden expuesto en la primera epístola a los Corintios (la cual regula precisamente la marcha o conducta colectiva
de los cristianos) es aceptado con gozo a la mesa del Señor, siendo recibido como miembro del cuerpo de Cristo y no como miembro
de las asambleas.
La Palabra de Dios nos enseña no sólo la presencia, sino también la dirección o guía del Espíritu Santo en la Iglesia,
donde cualquier hijo de Dios es constituido adorador, donde cualquier redimido con la sangre preciosa de Cristo es revestido
de la dignidad sacerdotal; por lo tanto, los hermanos gozamos de la libertad del Espíritu en el culto propiamente dicho (o
sea la mesa del Señor), haciendo subir nuestras acciones de gracias y alabanzas; lo mismo ocurre en las reuniones de
oración. Aquellos que poseen verdaderos dones, sea de enseñanza, de pastoreo u otros, pueden ejercerlos libremente con el
respeto y la sumisión recíprocos. Si un hermano es llamado POR EL SEÑOR a consagrar su vida al ministerio o servicio de la
Palabra (3 Juan 7), comienza la obra con la aprobación de los hermanos y la comunión de la asamblea (Hechos 13: 1-3;
Hechos 14:26); lo cual no quita, ni por un instante, su propia responsabilidad hacia el Señor. Dicho hermano anda por fe,
no recibiendo sueldo alguno, y permanece, como cualquier otro hermano, bajo la disciplina de la asamblea. Las mujeres,
según el orden establecido por el Señor (1 Corintios 14: 34-35; 1 Timoteo 2: 8-12), guardan silencio en las asambleas.
Hay actualmente, en unos 50 países del mundo, determinado número de cristianos que andamos así, unidos por sumisión
a estas divinas verdades. Por obedecer al Señor, nos apartamos de cualquier iglesia establecida sobre principios distintos
de los de la Palabra de Dios. He aquí por qué no podemos admitir que una persona recibida a la Mesa del Señor participe
a otra mesa. El hecho de que unas personas tomen parte a una misma mesa demuestra la COMUNIÓN y la SOLIDARIDAD que tiene
entre sí. Dicha enseñanza se halla de modo particular en 1 Corintios 10: 14-22 (véase también Hageo 2: 12-13). A cada mesa del Señor, uno es solidario no sólo con las personas que han tomado
lugar en ella, sino con las doctrinas — sanas o corruptas — que allí se profesan. Así es como los que,
en Corinto, tomaban parte de los sacrificios ofrecidos a los ídolos, tenían comunión con los demonios (1 Corintios 10:
19-20). En cualquier sitio donde no se reconocen los derechos del Señor sobre sus redimidos, donde la Palabra de Dios
no regula en todo la conducta de los cristianos, se desconoce o rechaza la verdad acerca de la mesa del Señor. La cuestión
de la Cena, es decir del memorial de la muerte de Cristo, presenta otro aspecto de la verdad que ha de ser, desde luego, muy
precioso para cada uno de sus redimidos. Pero, según Dios, la Cena es inseparable de la Mesa del Señor; en otras palabras,
el memorial es inseparable de la comunión y de la solidaridad; porque el pan que simboliza el cuerpo personal del Salvador
representa también Su cuerpo místico, es decir la Iglesia, en su unidad. Aquellos que participan de este único pan son una
expresión de la unidad de la Iglesia, como el pan mismo lo es. "Porque habiendo un solo pan, nosotros, siendo muchos, somos un solo
cuerpo; porque todos participamos de aquel pan, que es uno solo."
(1 Corintios 10:17 - VM).
Conviene, pues, distinguir entre la Cena del Señor — el memorial, 1 Corintios 11 — y la Mesa del Señor
— la expresión de la unidad en Cristo, 1 Corintios 10: 16-17 —, según acabamos de ver. Muchos cristianos piadosos
tienen la Cepa del Señor y se gozan INDIVIDUALMENTE en ella, pero no se puede afirmar que tienen la Mesa del Señor.
Siendo objetos de la inconmensurable gracia del Dios que nos ha salvado y que nos tolera cada día, nosotros mismos
debemos usar de paciencia y de tolerancia para con nuestros hermanos. Sin embargo, aquellos que han sido recibidos a la Mesa
del Señor se hallan bajo la disciplina de la Asamblea. Si, pues, un hermano en comunión toma la Cena en otra mesa (en las
denominaciones y sectas cristianas) es inconsecuente con la posición que ocupa en la asamblea; a sabiendas o no, niega
dicha posición y compromete el testimonio dado acerca de las verdades concerniendo la Asamblea o Iglesia de Dios. Si
después de una fraternal advertencia y exhortación persevera aquella persona en su propio camino demuestra con ello una independencia
y una voluntad propia que no pueden tolerarse, por cuanto vienen a romper la preciosa comunión.
Por cierto, todo hombre que se haya arrepentido de sus pecados y creído de corazón al Señor Jesús es un hijo de Dios
y miembro del cuerpo de Cristo. Además, hay seguramente entre los cristianos de todas las denominaciones, creyentes que
profesan una piedad verdadera y, en su conducta personal, una fidelidad superior quizá a la de varios hermanos de entre nosotros.
Lo reconocemos sin dificultad. Hace falta entender, pues, que los motivos de nuestra separación son únicamente de orden eclesiástico.
Si hay cristianos reunidos para «partir el Pan» únicamente como miembros del cuerpo de Cristo y obedecen las enseñanzas
del Señor, reveladas en las epístolas del Nuevo Testamento, reconocerán también a los que se conforman a ellas de la misma
manera. De este modo habrá una comunión recíproca. Al no ser así, no se anda según los mismos principios. UNA ASAMBLEA O IGLESIA
LOCAL INDEPENDIENTE NIEGA, EN LA PRÁCTICA, LA UNIDAD DEL CUERPO DE CRISTO.
Lo importante es averiguar si la conducta o marcha de las asambleas está en conformidad con la Palabra de Dios y si
su separación eclesiástica es el resultado de su obediencia al Señor o el de su propia voluntad. Bien es verdad que no nos
gloriamos de nuestra obediencia, pero estamos convencidos de que la gracia del Señor nos ha colocado en el verdadero
camino, donde cualquier miembro del cuerpo de Cristo - siempre que ande en santidad y en verdad - tiene su lugar como
tal.
La presencia del Señor Jesucristo,
muerto y resucitado, atrae a los hijos de Dios y los
congrega por el poder del Espíritu Santo. Esto es precisamente lo que caracteriza una asamblea de Dios, porque sólo
así estamos reunidos hacia el nombre del Señor (mejor que "en" el nombre) (Mateo 18:20; Hebreos 13:13), lo cual implica necesariamente
tanto el reconocimiento de Sus derechos, como el acatamiento de Su autoridad y la obediencia práctica a toda Su palabra.
Ahora bien, la posición y la disciplina eclesiástica que actualmente se imponen para realizar el carácter de una asamblea
de Dios, no son incompatibles con el amor que debemos a todos los hijos de Dios. Además, el verdadero amor, el amor según
Dios, debe apreciarse según este divino criterio: "En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a
Dios, y guardamos sus mandamientos. Porque este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no
son gravosos." (1 Juan 5: 2-3; VM).
Tras esta breve exposición, forzosamente incompleta, hemos de confesar con humildad que nuestra marcha colectiva
no está siempre al nivel de los divinos principios que profesamos, ni nuestra conducta individual tampoco.
Sin embargo, no existe el menor motivo en esto para abandonar la verdad. Al contrario, guardar el buen depósito
que nos ha sido confiado, mantener firmemente lo que por la gracia de Dios hemos recibido, debe ser a la vez, un inmenso
privilegio para nuestro corazón y una grave responsabilidad para nuestra conciencia.
H. C
Revista "VIDA CRISTIANA", Año
1953, No.4.-