Revista VIDA CRISTIANA (1953-1960)


Revista VIDA CRISTIANA (1953-1960)

MOISÉS (C. H. Mackintosh)

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Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y  han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:

 

LBLA = La Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation, Usada con permiso

RVR1909 = Versión Reina-Valera Revisión 1909 (con permiso de Trinitarian Bible Society, London, England)

MOISÉS

 

(Lectura: Éxodo, capítulos 2 y 3.)

 

 

         Al meditar sobre la historia de Moisés, es necesario considerar ese gran siervo de Dios bajo el doble punto de vista de su carácter personal y de su carácter típico.

 

         Podemos sacar mucha enseñanza, y provechosa, al considerar el carácter personal de Moisés. No sólo tuvo Dios que levantar a este siervo Suyo, sino también formarlo, de una y otra manera, durante un largo período de unos ochenta años; primero en la casa de Faraón, y luego "a través del desierto." (Éxodo 3:1). Según nuestros cortos entendimientos, ochenta años parecería un período muy largo para la educación de un siervo de Dios; pero los pensamientos de Dios no son los nuestros. Dios sabía que esas dos veces "cuarenta años" eran necesarias para la preparación de ese vaso escogido por Él. Cuan­do el Señor educa a alguien, lo hace de una manera digna de Sí mismo y de Su santo servicio. Él no se sirve de un neófito para hacer Su obra. El siervo de Cristo ha de aprender más de una lección. Ha de pasar por más de un ejercicio y ha de sostener más de una lucha en secreto, antes de estar en disposición de obrar en público. A nuestra naturaleza no le gusta esto. Ella prefiere figurar en público más bien que aprender en secreto; prefiere ser el objeto de la admiración de los hombres que ser disciplinada por la mano de Dios. La naturaleza puede precipitarse al campo de acción, pero Dios no tiene que ver con ella allí, pues es necesario que ella sea quebrantada, consumida, apartada. El lugar de la muerte es el sitio que le corresponde.

 

         Si la naturaleza quiere obrar; Dios, cuya fidelidad y sabiduría son perfectas, arreglará las cosas de tal manera que el resultado de esa actividad de la naturaleza producirá la confusión de la misma. Dios sabe lo que conviene hacer con nuestra naturaleza. Él sabe dónde debe ser colocada y dónde debe ser retenida. ¡Ojalá podamos nosotros comprender más profundamente los pensamientos de Dios con respecto al 'yo' y a todo lo que al 'yo' atañe! De este modo cometeríamos menos faltas; nuestra marcha o conducta será más firme y moralmente elevada, nuestro espíritu apacible y nuestro servicio eficaz.

 

         "Y aconteció que en aquellos días, crecido ya Moisés, salió a donde sus hermanos y vio sus duros trabajos; y vio a un egipcio golpeando a un hebreo, a uno de sus hermanos. Entonces miró alrededor y cuando vio que no había nadie, mató al egipcio y lo escondió en la arena." (Éxodo 2: 11, 12 - LBLA).

 

         En esto demostró celo por sus hermanos, pero no "conforme a ciencia" (Romanos 10:2). La época fijada por Dios para el juicio de los egipcios y la liberación de Israel aún no había llegado y el siervo inteligente debe siempre aguardar que llegue el tiempo señalado por Dios. Moisés ya había crecido y "fue enseñado Moisés en toda la sabiduría de los egipcios"; además "él pensaba que sus hermanos comprendían que Dios les daría libertad por mano suya." (Hechos 7: 22-28).

 

         Todo eso es verdad. Sin embargo, es muy evidente que Moisés se lanzó a la obra antes del tiempo fijado, y cuando así se hace, cercana está la caída: y no solamente la caída, sino también la falta de certeza, de calma y de santa dependencia en la marcha de una obra iniciada antes del tiempo establecido por Dios. Moisés ¡"miró alrededor"! Cuando uno obra con Dios y por Dios, en la plena inteligencia de Sus pensamientos en cuanto a los pormenores de la obra, no es necesario mirar alrededor. Si la época fijada por Dios hubiese en realidad llegado, si Moisés hubiese tenido la convicción de haber recibido de Dios la misión de ejecutar el juicio sobre el egipcio, y si hubiese tenido la certeza que la presencia de Dios le acompañaba, él no hubiera "mirado alrededor." (Hebreos 2:12 - LBLA).

 

         El acto de Moisés, con respecto al egipcio, encierra una lección profundamente práctica para todo siervo de Dios. En él hallamos dos circunstancias, a saber: el temor a la ira del hombre, y la esperanza de lograr el favor del hombre. El siervo de Dios no debería estar preocupado, ni con la una ni con la otra: ¿qué le importa la ira o el favor de un pobre mortal, a aquel que está encargado de una misión divina, y que goza de la presencia de Dios? Ellas tienen, para un hombre semejante, menos importancia que el polvo menudo que se pega a una balanza. "Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas." (Josué, 1:9). "Tú, pues, ciñe tus lomos, levántate, y háblales todo cuanto te mande; no temas delante de ellos, para que no te haga yo quebrantar delante de ellos. Porque he aquí que yo te he puesto en este día como ciudad fortificada, como columna de hierro, y como muro de bronce contra toda esta tierra, contra los reyes de Judá, sus príncipes, sus sacerdotes, y el pueblo de la tierra. Y pelearán contra ti, pero no te vencerán; porque yo estoy contigo, dice Jehová, para librarte." (Jeremías 1: 17-19).

 

         Colocado sobre tan elevado terreno, el siervo de Cristo no "mira alrededor"; obra según ese consejo de la sabiduría divina: " Tus ojos miren lo recto, y diríjanse tus párpados hacia lo que tienes delante." (Proverbios 4:25). La divina sabiduría nos guía siempre a mirar hacia arriba y hacia adelante. Tengámoslo por seguro que hay algún mal en nosotros o que no estamos sobre el verdadero servicio para Dios cuando miramos a nuestro alrededor, sea para evitar la mirada airada de un mortal, sea para hallar la sonrisa de su aprobación, no tenemos la certeza de que nuestra misión está divinamente autorizada y que gozamos de la presencia de Dios, siendo estas dos cosas que son absolutamente necesarias para todo siervo de Dios.

 

         Un gran número de personas, es muy cierto, sea por ignorancia, o por una excesiva confianza en sí mismas, entran en una esfera de actividad a la cual Dios no les ha llamado ni destinado y para lo cual, como es lógico, Él no les había dado la correspondiente aptitud; y además, esas personas manifiestan una serenidad, una confianza en sí mismas, que sorprende a todos los que se hallan en estado de juzgar con imparcialidad sus dones y sus méritos. Pero toda esa hermosa apariencia desaparece pronto ante la realidad y no puede de manera alguna tocar el principio de que nada puede librar a un hombre de la tendencia a "mirar alrededor", sino el convencimiento de tener una misión de Dios y la presencia de Dios.

 

         Aquel que posee estas dos cosas, se halla enteramente libre de las influencias humanas, es independiente de los hombres. Además nadie se encuentra en el estado de poder servir a los demás si no se encuentra enteramente independiente de ellos; pero aquel que conoce cuál es su verdadera posición, bien puede inclinarse para lavar los pies de sus hermanos...

 

         Estudiando la vida de Moisés, vemos que la fe le hizo emprender un camino opuesto al curso ordinario de la naturaleza, haciendo que despreciase todos los placeres, todas las seducciones y todos los honores de la corte de Faraón; y, además, que abandonase una esfera de actividad aparentemente útil y extensa. Los argumentos humanos le hubieran conducido por otro camino, ellos le habrían inducido a servirse de su influencia en favor del pueblo de Dios y a obrar en favor de ese pueblo, preferentemente para sufrir con él. Según el juicio del hombre, la Providencia parecía haber abierto a Moisés una im­portante esfera de trabajo; y en efecto, si alguna vez la mano de Dios ha puesto a alguien manifiestamente en una posición especial, ese alguien es Moisés.

 

         De modo que el abandono por parta de Moisés de su elevada posición y de su influencia que la misma le permitía ejercer, no podía ser considerado sino como un celo mal entendido. De esta manera razona nuestra pobre y ciega naturaleza; pero la fe piensa de otro modo; porque la vieja naturaleza y la fe están siempre en oposición la una con la otra.

 

         No cabe la menor duda de que es el privilegio del cristiano el ver la mano y oír la voz de su Padre en todas las cosas; mas él no debe dejarse guiar, o arrastrar, por las circunstancias. El cristiano que así se deja llevar se parece a un barco en alta mar, carente de brújula y sin timón, y hallándose a la merced de las enfurecidas olas y de los elementos. En cambio, la promesa de Dios por su Hijo es: "te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos." (Salmo 32:8)... "Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, . . . Por la fe dejó a Egipto." (Hebreos 11: 24-27). Si él hubiese juzgado según las apariencias, hubiera aceptado la promesa que se le hacía como un don manifiesto de la Providencia y se hu­biera quedado en la corte de Faraón, donde, al parecer, la mano de Dios le había preparado un vastísimo campo para el trabajo Pero como andaba por la fe, y no según la vista de sus ojos, él lo abandonó todo, ¡qué ejemplo tan bello para nosotros!

 

         El Señor, lleno de Su bondad, de Su sabiduría y de Su fidelidad, condujo a su amado siervo a un lugar retirado, lejos de la vista y de los pensamientos de los hombres, con el objeto de formarlo bajo Su misma dirección. Moisés necesitaba eso. Es cierto que él había pasado cuarenta años en la casa de Faraón; pero aunque su estancia en la corte del rey no fuese sin provecho para él, lo que allí aprendió no era nada comparado con lo que aprendió en el yermo. Su estancia en el palacio de Faraón pudo serle útil, pero la estancia en el desierto le era indispensable. Nada puede reemplazar la comunión secreta con Dios, ni la educación que uno recibe en Su escuela y bajo Su disciplina. "Toda la sabiduría de los egipcios" (Hechos 7:22) no podía hacerle apto para el servicio a que debía ser llamado. Él podía haber obtenido muchos grados en las escuelas de los hombres, muchos diplomas y títulos y, sin embargo, haberse visto obligado a aprender el A B C en la escue­la de Dios. Porque la sabiduría humana, por mucho valor que tenga, no podrá jamás hacer de alguien, por sí mismo, un siervo de Dios, ni darle aptitud para ocupar un lugar cualquiera en el servicio divino.

 

         Todos los siervos de Dios han tenido que aprender por expe­riencia la verdad de lo que queda dicho: Moisés en Horeb, Elías en el torrente de Querit, Ezequiel cerca del río de Quebar, Pablo en Arabia y Juan en Patmos...

 

         Pero alguien objetará: «¿Cómo se podrá dar abasto a la urgente necesidad de obreros que se experimenta, si es necesario que todos pasen por una educación secreta y por un período tan largo?» La respuesta es que esto es asunto del Maestro y no nuestro. Él solo es quien va formando a Sus obreros, tras haberlos llamado Él mismo; no es obra de los hombres. Sólo Dios puede producir y formar un verdadero siervo; y si emplea mucho tiempo para educarle, es que a Él le parece bien, pues sabemos que si fuese Su voluntad le bastaría un instante para completar Su obra. El que se lanza a una carrera o ministerio público sin haberse medido bien antes, en las balanzas del Santuario, sin haberse medido en la presencia de Dios, se parece a un barco que se pone a la vela sin lastre necesario. Mientras que quien ha pasado por las varias clases de la escuela de Dios está revestido de solidez, profundidad y constancia; elementos imprescindibles para formar el carácter de un verdadero siervo.

 

         "Apacentando Moisés las ovejas de Jetro su suegro, sacerdote de Madián, llevó las ovejas a través del desierto, y llegó hasta Horeb, monte de Dios." (Éxodo 3:1). ¡Qué cambio en la vida de Moisés! En Génesis 46:34 leemos que "para los egipcios es abominación todo pastor de ovejas", sin embargo Moisés, que estaba instruido "en toda la sabiduría de los egipcios", es trasladado desde la corte de Egipto a una montaña "del desierto", para apacentar un rebaño de ovejas y prepararse para el servicio de Dios. Seguramente no es ese el modo de obrar del hombre (2 Samuel 7:19), ni el curso natural de las cosas es un camino incomprensible para la carne y para la sangre.

 

         Hay una inmensa diferencia entre la enseñanza humana y la divina. La primera tiene por objeto el cultivar y enaltecer la naturaleza hu­mana, mientras que la segunda empieza por 'secarla' y ponerla a un lado (Isaías 40: 6-8; 1 Pedro 1:24); "Mas el hombre animal (es decir, el que sólo posee su 'ánima' o alma) no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque le son locura: y no las puede entender, porque se han de examinar espiritualmente." (1 Corintios 2:14 - RVR1909). Podéis esforzaros tanto como queráis en educar e instruir al hombre natural (o, animal), sin que jamás lleguéis a hacer de él un hombre espiritual "Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Es­píritu, espíritu es." (Juan 3:6). Moisés recibió en el desierto las lec­ciones más preciosas, más profundas, más poderosas y más durade­ras; y es allí donde deben encontrarse todos cuantos desean ser for­mados para el ministerio.

 

         Haga Dios que tú, amado lector, puedas conocer por tu propia experiencia lo que significa estar "a través del desierto", en ese lugar sagrado, donde la humana naturaleza es humillada en el polvo v donde Dios es exaltado. Allí los hombres y las cosas, el mundo y el 'yo', las circunstancias presentes y su influencia, todo es apreciado según su justo valor. Allí, y en ningún otro sitio, hallarás una balanza divinamente justa y propia para pesar todo lo que hay dentro de ti, así como todo lo que te rodea. Allí todo es realidad, el corazón tiene pensamientos, justos sobre toda las cosas; allí se halla fuera del alcance de la febril influencia de los negocios del mundo. Allí no se oye más que la voz de Dios y se reciben sus pensamientos.

 

         ¡Pluguiese a Dios que todos los que aparecen en escena para servir en público conozcan por experiencia lo que es respirar la atmósfera de este santo lugar! De seguro que habría menos tentativas in­fructuosas en el ejercicio del ministerio, pero habría un servicio mu­cho más eficaz para la gloria de Cristo.

 

C. H. Mackintosh

 

Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1956, No. 21.-

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