EL VASO DE ALABASTRO
(Mateo 26: 6-13)
En estos tiempos de febril actividad en
los cuales vivimos, importa acordarse de que Dios lo considera
todo según una sola regla, cuya base y piedra de toque es Cristo. La medida de su valor es Cristo. Dios las aprecia en la
medida en que se refieren a su Hijo amado, y a Él sólo.
Todo cuanto se hace en relación con Aquel y para Él es de gran precio para
Dios; fuera de Él todo carece de valor. Muchas obras pueden hacerse provocando
la alabanza de los labios humanos, mas cuando Dios las examina, tan sólo considera una cosa: ¿hasta qué punto guardan relación
con Cristo? La gran pregunta que se formulará es ésta: ¿Ha sido hecho esto para Jesús y en
Su nombre? Si es afirmativa, la obra permanecerá y tendrá
su recompensa, de otro modo será rechazada y quemada.
...Estos son pensamientos muy solemnes para quienes trabajan para ser visto de su prójimo; pero de mucho consuelo para quienes obran únicamente
bajo la mirada de su Señor.
En el servicio, es una gracia inefable la de ser librado del espíritu del presente siglo y capacitado
para andar únicamente en la dependencia del Señor; de empezar, proseguir y terminar toda obra en El.
Consideremos un momento la escena conmovedora descrita en el capítulo 26 de Mateo:
" Y estando Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso, vino a él una mujer, con un vaso de alabastro
de perfume de gran precio, y lo derramó sobre la cabeza de él, estando sentado a la mesa.."
¿Cuál era el propósito
de esta mujer al dirigirse a casa de Simón el leproso? ¿Era para que admirasen la forma o la materia de su frasco de
alabastro o el exquisito perfume que contenía? ¿Era para que los hombres alabasen su acción?, ¿para que los amigos
del Señor la considerasen como una persona totalmente dedicada a Cristo? De ningún modo. Y; ¿cómo
lo sabemos? Porque el Dios de los
cielos, el creador de todas las cosas, que conoce los secretos que yacen en lo más profundo de nuestros corazones, y los motivos de todos nuestros actos, estaba allí presente
en la persona de Jesús de Nazaret.
Él
pesaba la acción de aquella mujer en las balanzas del santuario y ponía sobre ésta el
sello de Su aprobación. No hubiera podido hacerlo si hubiera habido alguna mezcla de metal vil, algún falso
motivo; Su mirada santa y escudriñadora había penetrado hasta en las profundidades del alma de aquella mujer. No sólo Él sabía lo que ella
hizo, sino el cómo y el por qué lo hizo, y declara: "pues ha hecho conmigo una buena obra."
La meta inmediata de esa
mujer era, pues, la misma persona de Cristo,
y es lo que revestía de valor su acción y hacía que el olor del perfume subiese directamente hasta el trono de Dios.
Ella no pensaba en sí misma y no sabía, desde luego, que millones de personas leerían el relato de su abnegación, tan
hondamente sentida; que sería escrito por la misma mano del Maestro y que nunca sería borrado.
No buscaba semejante relevancia, ni podía figurárselo; y, de haberlo
hecho, esto hubiera privado su acción de todo su encanto y su sacrificio de toda
su fragancia.
El
Señor, a quien iba dirigida esta acción, cuidó de que no fuese olvidada. No sólo la aprobó, sino que lo transmitió a
la posteridad. Su aprobación bastaba a la mujer; podía hacer frente a
la indignación de los discípulos acusándola de derrochar dinero. Para ella le bastaba haber refrigerado
el corazón del Señor, poco importaba lo demás; nunca tuvo la idea de captar la alabanza de los hombres, ni de evitar su desprecio.
Desde el principio hasta el fin su único objeto era Cristo. Desde que tomó el frasco de alabastro hasta que lo rompió
y derramó su contenido sobre Su santa Persona, no hizo más que pensar
en El. Tenía como una intuición de lo que convenía y era agradable a su Señor, en las solemnes circunstancias en
que Él se hallaba en dicho momento, y es con exquisito tacto como ella lo hizo. Nunca
pensó en el valor del perfume; o si lo hizo, sentía que el Señor era digno
de recibir diez mil veces más. En cuanto a los pobres, ellos tenían derecho, tal vez, a su benevolencia; mas para ella, Jesús era más que todos los pobres del mundo.
Resumiendo, el corazón
de dicha mujer estaba lleno de Cristo; y es lo que caracterizaba su acción. Otros podían llamarlo un "desperdicio"; mas
estemos seguros de que nada de lo que se gasta para Cristo es "desperdicio." Eso pensaba esta
mujer y tenía razón. Honrarle en el mismo momento en que la tierra y el infierno se levantaban
contra El, era el servicio más elevado que un hombre o un ángel hubiese podido cumplir. Jesús iba a ser ofrecido en sacrificio;
las sombras se alargaban, se hacían las tinieblas más densas; cercana
estaba la cruz con todos sus horrores; y esa mujer, anticipándolo todo, venía
de antemano a ungir el cuerpo de su adorable Señor.
Notad como el Señor toma
inmediatamente su defensa y la protege contra la indignación y el desprecio de los que hubieran tenido que
saber más que ella. "Y entendiéndolo Jesús, les dijo: ¿Por qué molestáis a esta mujer? pues ha hecho
conmigo una buena obra. Porque siempre tendréis pobres con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis. Porque al derramar
este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin de prepararme para la sepultura. De cierto os digo que dondequiera que se
predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella." (Mateo 26: 10-13).
Era una gloriosa defensa,
frente a la cual la indignación humana, el desprecio y la incomprensión habían de disiparse como la niebla
matutina ante los rayos del sol naciente. "¿Por qué molestáis a esta mujer? pues ha hecho conmigo una buena obra." Esto es lo que distingue esta acción de
todas las demás: "conmigo una buena obra." Todo debe valorarse con relación
a Cristo. Un hombre podría recorrer el mundo entero para ejecutar sus nobles designios de filantropía, podría
derramar con mano liberal los frutos de una amplia beneficencia, dar todos sus bienes para alimentar a los
pobres, haber alcanzado el extremo límite en el dilatado campo de la religión y de la moral, y, con todo eso, no haber
hecho una sola cosa de la cual Cristo puede decir: ''ha hecho conmigo una buena obra."
Amado lector, en todo
cuanto hagas, clava los ojos en el Maestro. Que Él sea el objeto inmediato,
hasta del menor de tus servicios. Intenta obrar cada cosa de tal modo que pueda decirte: 'buena
obra has hecho conmigo'. No te preocupes de lo que el mundo podrá pensar de lo que haces,
ni tampoco de su indignación como de su incomprensión, mas vierte el perfume de tu frasco de alabastro sobre la
persona de tu Señor. Cuida de que todos los actos de tu servicio sean el fruto de tu estima por Su Persona; está seguro de que apreciará
tu obra y la confirmará delante de millares, de millares reunidos. Así ocurrió
con la mujer objeto de nuestra meditación. Estaba completamente ocupada con
El; tan sólo pensaba verter el precioso perfume sobre Su cabeza. Y su obra ha llegado
hasta nosotros, relatada en el Evangelio.
Hubo imperios que se sucedieron
unos a otros, florecieron y luego cayeron en el silencio y el olvido; levantáronse monumentos en memoria del ingenio humano
y de la filantropía: han sido reducidos a polvo; pero la acción de aquella mujer permanece para siempre. La mano del
Maestro levantó para ella un monumento imperecedero. ¡Que nos sea concedida
la gracia de imitar a aquella mujer y, en los tiempos actuales en que tantos esfuerzos se hacen con fines filantrópicos, que
nuestra obra sea la de corazones apreciando a su Señor ausente que fue rechazado y crucificado!
Nada pone tan completamente
el corazón a prueba como la cruz; el camino seguido por Jesús de Nazaret rechazado y crucificado. No se trata de
religión, la religión no es Cristo. Consideremos por un momento el párrafo anterior al que hemos meditado en el capítulo 26 de Mateo. En el palacio del sumo sacerdote,
vemos a los ancianos del pueblo reunidos con los jefes de los sacerdotes en torno a Caifás. Ciertamente tenemos aquí
la religión y bajo la forma más imponente. Acordémonos que estos sacerdotes y ancianos eran considerados por el
pueblo como custodios de la enseñanza sagrada y como única autoridad en materia religiosa, habiendo recibido
su cargo de Dios en el sistema establecido en los días de Moisés. La asamblea reunida en el palacio de Caifás no estaba integrada por sacerdotes o augurios de Grecia y de Roma, sino por conductores
de la nación judía. Y, ¿qué hacían en tan solemne cónclave?, "tuvieron
consejo para prender con engaño a Jesús, y matarle." (Mateo 26:4).
Lector, ¡medítalo! Eran
hombres religiosos, cultos, influyentes entre el pueblo, y sin embargo, odiaban a Jesús y consultaron entre sí para
decretar su muerte; para prenderle con engaño y hacerle morir. Estos mismos hombres hubieran podido hablarte de Dios
y de Su culto, de Moisés y de su ley, del sábado y de todos los solemnes ritos de la religión
judaica. Pero odiaban a Cristo. Acuérdate de este solemne hecho. Los hombres pueden ser
muy religiosos, ser guías y conductores para otros, y sin embargo, odiar el Cristo de Dios. Esta es la gran lección que
sacamos en el palacio de Caifás, el sumo sacerdote. La religión no es Cristo, por el contrario, los hombres más religiosos
han sido a menudo los más vehementes enemigos de nuestro amado Señor.
Pero nos dirán tal vez:
«Los tiempos han cambiado. La religión está ahora
tan íntimamente vinculada al nombre de Jesús que un hombre religioso debe necesariamente amar a Jesús.»
¿Es verdaderamente así? Tan sólo podemos notar que el nombre de Jesús es odiado en la Cristiandad del mismo modo
que lo era en el palacio de Caifás, y que los que intentan seguir a Jesús son odiados como
Él. No es difícil probar que Jesús es todavía rechazado por este mundo. ¿Dónde se oye pronunciar Su nombre?, ¿dónde es bienvenido?
Si hablas de Él por doquier, en un salón, en el
ferrocarril, en un barco, en un restaurante, en fin, en cualquier sitio público, te
dirán - casi siempre - que semejante tema
está desplazado. Puedes hablar de cualquier otra cosa: política, dinero, negocios, placeres, cosas
frívolas; estos temas tienen siempre cabida, y en todas partes; Jesús por ninguna parte. El público se parará
en las calles para oír a un cantor callejero o para mirar a un titiritero; pero
si alguien empieza a hablar de Jesús será insultado y le mandarán irse a otra parte. En una palabra, el diablo tendrá
sitio por doquier en este mundo, mas no así el Cristo de Dios.
Pero, ¡gracias a Dios!
si en derredor nuestro vemos muchas cosas que nos recuerdan el palacio del sumo sacerdote, vemos también, acá
y acullá, lo que corresponde a la casa de Simón el leproso. Hay - alabado sea Dios - almas que aman el nombre de Jesús y Le juzgan digno de la ofrenda
del frasco de alabastro; no se avergüenzan de Su preciosa cruz; su principal
gozo y su mayor honor es de afanarse en el servicio del Señor, de cualquier forma que sea. Para ellos no se trata de
una obra religiosa o de correr de acá para allá para hacer esto o aquello; sino de estar cerca de Él,
de estar ocupados con El y, sentados a Sus pies, de derramar sobre Él el precioso perfume de la adoración de un piadoso corazón.
Amado lector, esté persuadido
que éste es el verdadero secreto del poder en el servicio y en el testimonio. Un verdadero aprecio de un Cristo crucificado
es la fuente de todo lo que es aceptable para Dios. Un verdadero afecto y dedicación a Cristo debe caracterizarnos
personalmente, y en asamblea. No hay nada capaz de dar tan gran poder moral, como una intensa entrega a
la persona de Cristo, sea en nuestra marcha individual como colectiva. No consiste solamente en ser
un hombre de mucha fe, un hombre de oración, en ser dotado en la doctrina de la Palabra,
en ser un elocuente predicador, un poderoso escritor; no,
es amar a Cristo.
Y,
en lo que se refiere a la asamblea, ¿cuál es el verdadero secreto del poder? ¿Acaso son los dones, la elocuencia,
la hermosa música, un imponente ceremonial? Nada de eso, es el gozo producido por la presencia de Cristo. Allí donde Él está, todo es luz, vida y poder.
Allí donde Él no esté, todo es oscuridad, muerte y desolación. Una asamblea
donde Jesús no está es un sepulcro, aunque haya un atractivo de elocuentes
discursos, de la hermosa música y la influencia de un impresionante ritual [1].
A pesar de la perfección de todas estas cosas, aquel que ama al Señor podrá exclamar: "Se han llevado a mi Señor, y no
sé dónde le han puesto." (Juan 20:13). Por otra parte, allí donde se realiza la presencia del Señor, donde se oye Su voz y
se siente Su obra en al corazón, hay poder y bendición, incluso si a la vista humana tan sólo se pueda ver una completa
flaqueza.
[1] Debe recordarse que la asamblea, sea en su aspecto universal o local - según
las Escrituras - no debe caracterizarse por la ostentación, pues estos párrafos presentan más la cosa como ha llegado a ser
en la mano del hombre, que como la aceptación o sanción de inconveniencias juzgadas del todo por la Palabra de Dios.
Que
los creyentes mediten estas cosas y vean si realizan la presencia del Señor.
Si no pueden decir, con toda confianza, que el Señor está allí cuando se reúnen, que se humillen por ello y averigüen
las causas. Él ha dicho "donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos." (Mateo 18:20).
Pero no olvidemos que, para alcanzar este resultado bendito, debe llevarse a cabo esta divina condición.
C. H. Mackintosh
Traducido de "Things New and Old"
Revista
"VIDA CRISTIANA", Año 1957, No. 29.-