LAS TRES GRANDES FIESTAS DE
DEUTERONOMIO 16: 1-17 APLICADAS AL
ORDEN CRISTIANO
Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que,
además de las comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:
LBLA = La Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation, Usada
con permiso
Estas tres fiestas nos presentan las grandes verdades que tienen que ver con nuestras
relaciones con Dios.
1º. Nuestra Pascua, Cristo, ha sido sacrificada por nosotros.
2º. El Espíritu Santo nos ha sido dado en Pentecostés.
3º. Los que gozan del efecto de la promesa, tendrán parte también en el gozo
del glorioso reino celestial.
Todo Israel debía subir a Jerusalén para celebrar estas solemnes festividades,
y típicamente forman parte de nuestra existencia cristiana.
La Pascua y Pentecostés han tenido ya su cumplimiento para nosotros; la fiesta de los Tabernáculos es aún futura
para Israel y también para nosotros, pero por la gracia, podemos ya anticipar este día. Solamente deseo presentar el efecto
de estas fiestas sobre nuestro corazón y el estado en el cual nos sitúan ante Dios.
Todo el libro de Deuteronomio proclama el importante hecho de que Dios quiere rodearse de un pueblo bendito y
gozoso de Su presencia en el lugar que ha escogido para hacer habitar Su Nombre. Así es en lo correspondiente a nosotros.
1º. La Pascua (Deuteronomio 16: 1-8) viene a constituir un abrigo para
el pueblo en el momento en que la cólera de Dios, yendo a derramarse sobre Egipto, habría alcanzado necesariamente a Israel, el cual habitaba también en ese país. Cuando Dios nos visita, es como
un Dios de santidad. Cuando ve el pecado, debe juzgarlo. ¿No sería contrario a Su
naturaleza perdonar y tener al pecador por inocente? Obrando así, ¿no declararía implícitamente que a Sus ojos no había diferencia alguna entre la culpabilidad y la inocencia? Ahora bien,
Israel era tan pecador como los Egipcios. Ezequiel 20:8 es afirmativo, tocante a la idolatría de Israel en Egipto. Está escrito:
"no arrojaron las cosas detestables que les atraían, ni abandonaron los ídolos de Egipto. Entonces
decidí derramar mi furor sobre ellos, para desahogar contra ellos mi ira en medio de la tierra de Egipto." (Ezequiel 20:8
– LBLA). Dios, pues, no podía en manera alguna herir a Egipto y perdonar a Israel.
El hecho de que Dios no ha reservado para sí, la vida de su propio Hijo, sino que le ha sido preciso entregarlo
a la muerte, es la prueba más convincente de la gravedad del pecado. No era posible que esta copa pasara lejos de Cristo;
el Hijo de Dios estaba allí para resolver la culpabilidad del hombre, y
era preciso para esto, que soportara las consecuencias hasta el fin.
Esta obra, por la cual somos libres, es íntegramente la obra de Dios:
"te sacó Jehová tu Dios de Egipto, de noche." (Deuteronomio 16:1). Su poder, así como su gracia, han concurrido para liberar
a Su pueblo de la esclavitud de Faraón. Era preciso que tanto la liberación como
la redención proviniesen enteramente de El.
En los versículos 2 y 3 vemos el efecto que esta obra produce en el corazón. En Egipto el pueblo estaba
bajo yugo de servidumbre y se trataba de huir de allí. Cuando está en Canaán – pues Deuteronomio
comienza en el momento en que los Israelitas van a entrar
– todo les recuerda su miseria pasada bajo la esclavitud del pecado, y que habían debido salir de noche, precipitadamente,
huyendo del implacable enemigo que les perseguía para someterlos de nuevo bajo su tiranía insoportable. Ahora bien, esto
era la obra de Dios; Israel hubiese querido salir pero no le habría sido posible. Y aún más, quien ama el pecado no siente
la esclavitud de éste, pues va a favor de su corriente. Pero en el momento en que intenta nadar en contra de las aguas, es
cuando conoce la fuerza de éstas. ¿Cómo vencer esta impetuosa corriente? ¡Imposible!, el pecado es más fuerte, Satanás es más poderoso que yo. No puedo por mi mismo recobrar la libertad. El querer está
en mí, pero no el poder para hacer el bien. Seguir mis concupiscencias es agradable, mas cuando siento la necesidad de
salir y escapar de esta tiranía, mi debilidad no logra desembarazarse de este yugo. Es más difícil reconocer que somos incapaces
de hacer el bien, que admitir que hemos hecho el mal. Nada más humillante que esto. No existe otro remedio que el de
la huida; ninguna transacción es ya posible con el mundo.
Pero he aquí lo que es aún peor. La justicia de Dios, Su
santidad, Su cólera contra el pecado, están ante mí. Sería necesario que este
Dios justo estuviera a mi favor. ¿Cómo saberlo? Antes que Israel se pusiera en movimiento para salir de Egipto, era preciso
que supiera que el Dios del juicio no estaba en contra de él. Y es a esta pregunta que responde la sangre del Cordero sobre
el dintel de las puertas. Dios interviene y esto es una garantía para el pueblo.
Pero hay aún otro efecto producido en el corazón. El pueblo come la Pascua,
y siete días consecutivos, además, los panes sin levadura. Es el "pan de aflicción". ¿Cómo podré
en adelante hallar mi placer en un mundo que me conduce a la muerte? Cuando un
alma despierta, los placeres que en otro tiempo gustó son los que al presente le producen más angustia. Muchas almas
saben que la cruz de Cristo les asegura y protege del justo juicio de Dios y quedan allí
bajo el amparo de ella. Pero aquel que va más lejos sabe, que si no somos santos, estamos perdidos. Dios quiere la sinceridad
y la verdad en el corazón (1ª. Corintios 5:8); estos son los panes sin levadura.
Pero nuestro corazón es traidor y rebelde; la santidad que debiera hallarse en ellos, no se halla y así esto viene a ser un
pan de aflicción para el corazón, porque Dios lo exige. El pueblo estaba obligado a
comer panes sin levadura. Dios, que ha castigado
el pecado y nos da una garantía en contra del juicio por la cruz de Cristo, exige la santidad. La conciencia individual
también nos lo dice: nos es preciso esa santidad sin la cual nadie verá al Señor,
sin la cual no podemos estar en el cielo. Tales son las exigencias de la santidad de Dios.
Tú sales de Egipto, dejas el país en donde has sido un miserable. La santidad es exigida, pues ella es la negación
práctica del pecado; es preciso que termines moralmente de una vez con él.
Es de suma importancia que esta obra tenga lugar en el
corazón. Cuando se habla del gozo del creyente, no es que pueda entrarse en él de una manera ligera y fácil. Nos hallamos
en la presencia de Dios, el cual es luz, y esta luz ejercita la conciencia. Una vez
vaciada la conciencia en la presencia de Dios, comprendemos que, en adelante, la santidad debe presidir nuestras vidas. Es decir, éstas deben ser halladas de tal manera, que en nuestros
caminos no sea visto el pecado. A menudo se ha oído de cristianos trabajados en sus lechos de muerte, por no haber comido
los panes de aflicción durante los siete días.
2º. Pentecostés, o la fiesta de las semanas (Deuteronomio 16: 9-12). El Espíritu Santo nos es dado en virtud de la resurrección de Cristo,
quien nos ha introducido en su Persona, sin pecado, en la presencia de Dios. Esto no es lo mismo que en la Pascua, es a saber,
las necesidades del pecador a las cuales provee la sangre del Cordero; sino que es el gozo del Espíritu Santo en el corazón
de aquel cuyos pecados han sido lavados en la sangre de Cristo.
El efecto práctico de este gozo es la ofrenda voluntaria (vers. 9-10), lo cual no es así en la Pascua.
Aquí el Israelita se halla en un estado de paz y de gozo que le inclina a testificar su reconocimiento a Dios. Para el
cristiano, el día actual es la fiesta de las semanas. Dios nos ha hecho tales, que somos aceptos en el Amado; estamos (por
Él) sin mancha en Su presencia y gozamos de permanecer ante la hermosura de Su rostro.
Esto es lo que nos ha dado, y quiere que estemos contentos con ello; nuestro corazón está colmado. Entonces se
desprende de nosotros una ofrenda voluntaria. Esta ofrenda se compone de las cosas que Dios nos da, pues aparte
de esto no podemos ofrecer nada más, pero es el corazón que ofrece con alegría. El alma goza de Su
amor perfecto que es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
El nardo de nuestra alabanza,
¡Oh, Jesús! ¿no es tu mismo amor?
"Y te alegrarás delante de Jehová tu Dios". (versículo 11). Dios no dice
esto en lo que atañe a la Pascua; aquí Israel está en la presencia de Dios y no se trata más de saber si el pueblo puede alcanzar
esta posición. Estamos en Su presencia porque Cristo está; sufrió para llevarnos a Dios y es en esta
bendita posición que ahora nos hallamos. En el versículo 11 hallamos la comunión: "tú,
tu hijo, tu hija, tu siervo, tu sierva, el levita que habitare en tus ciudades." Este espíritu de comunión tiene su ligazón
con el cabeza de familia, y busca aun a los que no tienen el mínimo derecho a ella.
Están aún "el extranjero, el huérfano y la viuda", objetos de la gracia en
el corazón de aquel que goza de tales privilegios. Bajo la acción del Espíritu Santo, el alma que conoce el amor de Dios se
regocija de Su presencia y atrae a otros a regocijarse también. El mundano no
conoce semejantes bendiciones; tiene miedo de la presencia de Dios y sólo es feliz con la de Satanás.
Para nosotros, nuestra porción de gozo está en la presencia de Dios, el cual nos da
suficiente felicidad para que el recuerdo de la posición de la que hemos sido librados: "Acuérdate de que fuiste siervo en Egipto" (versículo 12), no haga otra
cosa que aumentar este gozo del cual hablamos. En la fiesta de Pentecostés, el Israelita ya no se hallaba en la
misma posición que en la Pascua; no se trataba ya de salir precipitadamente, de huir de la cólera. Asimismo el creyente ha
dejado de ser un pobre pecador; recuerda que lo fue, pero ya no puede decir: Todavía
soy un esclavo.
"Por tanto, guardarás y cumplirás estos estatutos." (versículo 12). No
puede gozarse realmente de la gracia y de la bondad de Dios – y esto no admite
discusión –, si no es en el camino de la obediencia.
3º. La fiesta de los Tabernáculos (Deuteronomio
16: 13-15). Aquí no hallamos la ofrenda voluntaria. Se trata de un gozo sin
mezcla alguna, cuando Dios había bendecido a Su
pueblo. Para nosotros es el gozo de la vida venidera en el cielo; para Israel el gozo milenario glorioso en la tierra después de la siega y la vendimia; es decir, después de
los juicios del Señor contra sus enemigos. El pueblo, durante esta fiesta, habitaba en cabañas, para testificar que en
otro tiempo había sido peregrino y viajero, pero que ahora todo había pasado ya. En cuanto a nosotros, por el poder del
Espíritu Santo, podemos desde ahora anticipar este gozo. Es cierto que aún no estamos en la gloria, pero también es cierto
que tenemos entrada a los lugares celestiales. Tenemos conciencia de que todo lo que allí se encuentra
nos pertenece y que tenemos la misma parte que tiene Cristo en Su gloria. No se trata solamente del Espíritu
Santo como arras, dando la comunión, produciendo la gracia, sino que es la conciencia de que estando justificados, estamos
también glorificados (Romanos 8:30); de que todo es nuestro desde el momento en que Jesús ha ido a
Su Padre, nuestro Padre, a Su Dios, que es
nuestro Dios.
Aquí no nos es dicho, como en Pentecostés, que debemos guardar y practicar
los estatutos. En el cielo no se trata ni de la obediencia, ni de la vigilancia, ni de la conciencia, mientras que en
la tierra el creyente debe ejercitarse día y noche de tener una conciencia sin reproche. Si no
tiene los lomos ceñidos y no ve, cae. En la gloria nada de esto es posible. Como dijo un hermano, «allí pueden dejarse los vestidos sin ceñir para que floten en aquella atmósfera.»
En la tierra precisamos siempre prestar atención en todo. En el reino celestial está escrito
que tu única ocupación será el gozo. Sé ciertamente que estaré en la misma gloria que mi Salvador, en un gozo
sin mezcla, librado de todo temor, de todo espanto y de toda contaminación. Gozaré de ello plenamente, cuando estaré
siempre con el Señor; pero este gozo me pertenece ya.
La vigilancia es siempre una penosa necesidad, en una escena donde el pecado domina, pero todo termina por el
pleno gozo de lo que Dios da, cuando estaremos con el Señor.
El Espíritu Santo nos anticipa estas cosas. Jamás toma contentamiento con el desierto y jamás un creyente debería
contentarse. La energía del Espíritu le inducirá hacia Canaán, mientras que la carne le tira hacia atrás;
hacia el mundo.
El nuevo hombre todo lo halla en Cristo y en cambio el desierto es un lugar vacío para el alma, y si no es así,
el viejo hombre hallará su complacencia en Egipto, tal como ocurrió con el corazón de los Israelitas. Nada más fastidioso
para el hombre que hallarse sin un objeto que tenga fuerza atractiva para su corazón y sus afectos.
Recordemos bien, que si las cosas celestiales no son para nosotros este objeto, Egipto
lo será a su vez; es decir, el mundo y sus concupiscencias.
N. H.
Revista
"VIDA CRISTIANA", Año 1963, No. 64.-