Revista VIDA CRISTIANA (1953-1960)


Revista VIDA CRISTIANA (1953-1960)

PRIMAVERA DE LA IGLESIA

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Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles ("") y  han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las comillas dobles (""), se indican otras versiones, tales como:

 

BJ = Biblia de Jerusalén

RVA = Versión Reina-Valera 1909 Actualizada en 1989 (Publicada por Editorial Mundo Hispano; conocida también como Santa Biblia "Vida Abundante")

VM = Versión Moderna, traducción de 1893 de H.B.Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza)

 

PRIMAVERA DE LA IGLESIA

 

 

El asunto que deseo presentar al cristiano lector es de lo más interesante. Todo lo que pasa a nuestro alrededor nos anuncia que nos hallamos en los últimos días y en los tiempos peligrosos que señalaron los apóstoles (1 Timoteo 4:1; 2 Timoteo 3:1; 1 Juan 2:18; 2 Pedro 3:3). No hablo aquí de las dificultades políticas y sociales, esto pertenece al mundo; hablo de lo que toca a "la fe que una vez fué entregada a los santos" (Judas 3 - VM), e importa al cristiano saber cuál es, respecto a las cosas de la fe, la senda dé Dios en los tiempos difíciles, a fin de andar por ella con la debida obediencia. Es evidente que tan sólo puede conocerse esa senda - la expresión de la voluntad de Dios - por la lectura y me­ditación de Su Palabra; en la Sagrada Escritura, divinamente inspirada. Supongo, pues, que el amado lector está plenamente convencido de que las Escrituras contienen toda la Palabra de Dios, nada más que Su Palabra, y que de este modo es para el lector la autoridad suprema, la única norma a la cual todo cristiano está en el deber de some­terse.

 

Todo lector atento de las Escrituras no puede menos que estar impresionado por el contraste que existe entre la Iglesia, tal cual nos la presenta el Nuevo Testamento, y el estado de la Cristiandad en la actualidad. Es la primera cosa sobre la cual me detendré y que es necesario hacer resaltar.

 

Durante su tránsito en la tierra, nuestro Señor Jesucristo había reunido a Su alrededor un remanente sacado del pueblo de Israel. Es­tos eran Sus discípulos, los que habían creído en El y habían res­pondido a Su llamamiento. De ellos dijo, tras haber sido rechazado por los líderes o principales de los Judíos: "¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre." (Mateo 12: 48-50). Jesús no reconocía en Israel a nadie más que a los que - adhiriéndose a su Persona - hacían la voluntad de Dios. En todo tiempo, lo que caracte­riza a los que agradan a Dios, y forman un remanente en medio del mal, es la obediencia.

 

Siguiendo más adelante en el relato evangélico, después de la confesión de Pedro: - "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente" (Mateo 16:16), oímos al Señor anunciar, a Sus discípulos este gran hecho: "Sobre esta roca - [sobre la verdad capital que encierra esta confesión] - edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella." (Mateo, 16:18). La iglesia debía reemplazar a Israel; era aún una cosa venidera que Cristo debía edificar; una cosa propia de El - "mi iglesia o asamblea" - y la que una vez establecida estaba protegida, asegurada contra todos los esfuerzos del enemigo por el poder vi­viente del Hijo de Dios. Tal es la primera mención hecha de la Iglesia en la Biblia.

 

Mientras Cristo estuvo en esta tierra, "en los días de su carne", no existía pues la Iglesia. Las piedras vivas que debían integrarla se hallaban allí en la persona de Pedro y de otros discípulos, mas Cristo no había aún consumado la redención ni había mostrado, por Su resurrección, Su poder de vida que triunfa de la muerte y de aquel que tenía el poder de la muerte (Hebreos 2:14). Pues es so­bre Cristo, "declarado ser Hijo de Dios, con poder, según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos" (Romanos 1:4 - VM), que la Iglesia había de ser fundada. Además, otro acontecimiento debía verificarse todavía. El Espíritu Santo había sido prometido, mas no podía venir antes de que Jesús hubiese sido glorificado (Juan 15:26; Juan 7:39). El Espíritu Santo era el poder que debía reunir las piedras vivas y compaginarlas sobre la roca, a fin de que se levantase el edificio.

 

En cumplimiento de la promesa del Señor, el día de Pentecostés, el Espíritu Santo vino sobre los que estaban reunidos en Jerusalén (Hechos 2: 1-4), y desde aquel momento la Asamblea, la Iglesia, empezó a existir. En lugar del Templo, Dios tuvo sobre la tierra una "moradapor el Espíritu" (Efesios 2:22), en medio de aquellos sobre quienes fue derramado el Espíritu Santo, y desde entonces, jamás ha tenido otra.

 

La Asamblea, de la cual el Señor había dicho que la edificaría, había nacido; la componían los que habían creído en el Señor Jesucristo y habían sido bautizados por el Espíritu Santo (1 Corintios 12:13). Tan pronto se verificó este importante hecho, los que el Señor había llamado, los apóstoles, Pedro en primer lugar [1], empiezan a predicar las Bue­nas Nuevas de Salvación (Hechos 2:14). Muchos creen en la Pa­labra de Dios, son salvados, bautizados y son añadidos - ¿a dónde? - a la Asamblea (Hechos 2:47).

 

[1] Esto no quiere decir que admitamos la pretendida primacía de Pedro. Pero aquí le vemos obrar según lo que el Señor le ha confiado (Mateo 16:19); con una llave (la predicación del Evangelio) abre simbólicamente a los Judíos el reino de los cielos, como más tarde - con otra - lo abrirá a los Gentiles (Hechos 10).

 

Hasta entonces la Iglesia no había franqueado los límites de Jerusalén; pero muy pronto va a extenderse la obra. De los Judíos pasa a los Samaritanos, luego a los gentiles (Hechos, capítulos 8 al 10), y por doquier donde almas son convertidas al Señor, ellas se con­gregan y forman - en los diversos lugares - asambleas o iglesias lo­cales, las cuales en el Nuevo Testamento no reciben otro nombre, otra denominación que la de "iglesias de Dios", o "iglesias de Cristo", o "iglesias de Dios en Cristo", con la indicación de la ciudad o comarca en que éstas radicaban. Así se mencionan las iglesias de Judea, de Galilea y de Samaria (Hechos 9:31); la iglesia de Antioquía, de Siria y de Cilicia, de Galacia y de Asia (Hechos 13:1; Hechos 15:41; Gálatas 1:2; 1 Corintios 16:19), la iglesia de Dios que está en Corinto, la de los Tesalonicenses en Dios Padre, las iglesias de Cristo (1 Corintios 1:2; 1 Tesalonicenses 1:1; Romanos 16:16) y los que componen estas asam­bleas son llamados "los santos", "los fieles", "los discípulos", "los hermanos" (Hechos 26:10; Efesios 1:1; Hechos 9:1; Hechos 20:7; Hechos 11:12. - Sería demasiado largo citar todos los pasajes que contie­nen estas expresiones).

 

Pero aunque hubiese iglesias locales en diferentes lugares; so­bresale una gran verdad, un hecho notable, del conjunto de los es­critos del Nuevo Testamento, y es que todas estas iglesias formaban sobre la tierra un solo cuerpo - la Asamblea o Iglesia de Dios - de la cual cada asamblea local era la expresión en el lugar donde se encontraba.

 

De este modo dice el Señor: "edificaré mi iglesia". Es pues una. El apóstol Pablo habla a los ancianos de la iglesia en Éfeso de la Asamblea o Iglesia de Dios "la cual él ganó por su propia sangre" (Hechos 20:28), o me­jor dicho: "por la sangre de su propio (Hijo)", como verdadera­mente ha de traducirse ("que él se adquirió con la sangre de su propio hijo." Hechos 20:28 - BJ). A Timoteo, le dice: "La casa de Dios que es la Iglesia [o la Asamblea] del Dios viviente" (1 Timoteo 3:15); aun aquí vemos que es una sola. "Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu." (1 Corintios 12:13). Sigue escribiendo el apóstol a los Corintios. "Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu" (Efesios 4:4 - RVA), y este cuerpo es la Asam­blea, porque Pablo aún añade: "[Dios] le ha constituido cabeza sobre todas las cosas, con respecto a su Iglesia, la cual es su cuerpo" (Efesios 1: 22, 23 - VM), "Él es la cabeza (o jefe) del cuerpo." (Colosenses 1:18).

 

Todos estos pasajes demuestran la unidad de la Iglesia, y, obser­vad que se trata en todos ellos de la Iglesia sobre la tierra, de su manifestación aquí como un solo cuerpo, y que, en cualquier lugar que fuera donde se reunían cristianos, eran allí todos juntos la ex­presión de la Iglesia universal de Dios, o de Cristo, sin que ningún otro nombre les distinguiese, a no ser - tal vez - los sobrenombres y 'sam­benitos' que les aplicarían sus adversarios, tales como los de "nazarenos", de "Secta…que en todas partes se habla contra ella", de "camino que ellos llaman herejía", etc. (Hechos 24:5; Hechos 28:22; Hechos 24:14).

 

Había, pues, aunque en diferentes lugares, una sola asamblea cristiana, la Asamblea de Dios, claramente distinguida, como cuer­po, de todo cuanto la rodeaba, bien sea judíos o gentiles, como lo prueba el siguiente pasaje: "No seáis tropiezo ni a judíos, ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios." (1 Corintios 10:32).

 

Queda pues patente que, cuando un alma había sido convertida al Señor, no tenía que buscar cuál era la congregación a la cual debía unirse. No existía más que una asamblea de Dios en cada lu­gar, y el alma que había creído, por esta misma razón formaba parte de aquella asamblea, y era a ella incorporada, viniendo así, al mismo tiempo, a integrar el cuerpo de la Iglesia de Dios en todo lugar [2]. La Iglesia era distinta del mundo y era una, conforme al deseo expresado por el Salvador en Su oración: "para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste." (Véase Juan 17: 14, 20, 21). Se entraba allí, no por adherirse a un credo cualquiera, no después de una más o menos larga instrucción, sino por la conversión, por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo" (Léase He­chos 16: 31-34; Hechos 2: 38, 41; Tito 3:5 - VM "no a causa de obras de justicia que hayamos hecho nosotros, sino conforme a su misericordia él nos salvó, por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo", etc.).

 

[2] Así, por ejemplo, aun cuando pudiese haber muchos puntos de reunión en un mismo lugar (ciudad o aldea), no había más que una asamblea de Dios, y una carta o epístola dirigida a la asamblea de aquel lugar llegaba seguramente a su destino.

 

Las asambleas locales estaban en comunión visible y palpable unas con otras, porque todos aquellos que las componían se consi­deraban como miembros del mismo cuerpo (Romanos 12: 4, 5; 1 Corintios 12: 12, 26, 27). En una misma asamblea local, esta comunión de los miembros del cuerpo, de los unos con los otros, hallaba su ex­presión en la Mesa del Señor, en el partimiento del pan. Dice el após­tol; "El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque habiendo un solo pan, nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo; porque todos participamos de aquel pan, que es uno solo." (1 Corintios 10: 16, 17 - VM).

 

Por lo tanto, siendo todos los creyentes miembros del cuerpo de Cristo - que es la asamblea -, la Mesa en la cual uno se hallaba en diferentes lugares, era una sola y misma Mesa del Señor. El que se hallaba sentado a la Mesa del Señor en Corinto y partía el pan allí, en plena comunión, se sentaba también a la Mesa del Señor en Roma y podía asimismo "partir el pan" en dicha ciudad. La uni­dad, lo mismo que la comunión entre las asambleas locales, era ex­presada y mantenida de este modo.

Lo era aun de otra manera. Vemos a la asamblea de Antioquía enviar subsidio a los menesterosos de la iglesia en Jerusalén (Hechos 11: 27-30); esta misma asamblea, envía a Pablo y a Ber­nabé con algunos otros, a Jerusalén para exponer a los apóstoles y a los ancianos una cuestión relativa a la observancia de las cere­monias judaicas por parte de los gentiles. ¿Debían o no observarlas? To­mada la decisión, queda confirmada la comunión entre las iglesias locales de Judea y las de los gentiles (Hechos 15: 30, 31; Hechos 16: 4, 5). Otro hecho que prueba dicha unidad y comunión (muy distintas que una simple 'federación', 'denominación' o de cualquier 'compañerismo'") son las cartas de recomendación dadas a los cristianos que pasaban de una a otra asamblea (Hechos 18:27).

 

A esto se refiere incluso el libre ejercicio de los dones en las asam­bleas. Los obreros del Señor, sin recibir órdenes de ningún hombre, ni de ninguna organización humana, sino únicamente movidos por el Espíritu Santo, van a evangelizar o se presentan en las diversas asambleas, para enseñar o edificar, según el don que han recibido del Señor (Hechos 9:20; Hechos 8: 4, 5, 26 y 40; Hechos 13:2; Hechos 18: 24-27; 1 Corintios 16:12, etc.). Ninguno se llama a sí mismo o es llamado "pastor" de una asamblea; en cambio existen en cada una muchos "ancianos" (lla­mados alguna vez "obispos" o sea "supervisores"), pero no se halla rastro de una jerarquía, ni de una consagración - u ordenación - aparte de la del Espíritu Santo. No se ve en todo eso clero alguno.

 

[3] Véase sobre este particular: "ACERCA DE DONES Y CARGOS EN LA IGLESIA", por J. N. Darby, y "ACERCA DEL MINISTERIO: SU NATURALEZA, FUENTE, PODER, Y RESPONSABILIDAD, por J. N. Darby. (Nota del Transcriptor).

 

Los santos o creyentes se juntan alrededor del Señor, para el "partimiento del pan" en memoria de Él, en Su muerte (Hechos 20:7; 1 Corintios 11: 20-26). Si en una reunión, alguno tiene un salmo, una enseñanza, o lo que fuere dado por Dios para edificar la asam­blea, obra con toda libertad (1 Corintios 14: 26-33). Si alguien poseía un don tal cual un apóstol, por ejemplo, y se hallaba presente, la asamblea se felicitaba de poder oírle. Pero, en la asamblea apostó­lica, en esa primavera de la Iglesia, no vemos ni reglamento, ni organización de ninguna especie, ni constitución alguna, ni 'pacto de iglesia', o cosas semejantes. Se acataba la presencia del Espí­ritu Santo en la asamblea, y su guía o dirección, en consonancia con la doctrina de los Apóstoles.

 

DISCIPLINA

 

Podían producirse desórdenes, e introducirse errores diversos. En tal caso, se ejercía la disciplina según las enseñanzas dadas por los Apóstoles. Se quitaba al perverso de la asamblea, o se separaban del hereje, según el caso (1 Corintios 5:13; Tito 3: 10-11; 2 Juan 9, 10). Mas estas indicaciones se creían ser suficientes, porque en Corinto, por ejemplo, donde había al mismo tiempo mal moral y mal doctrinal, el apóstol no constituye ninguna autoridad, ni de un hombre ni de muchos, para mantener el orden y la doctrina; era la asamblea misma la que debía purificarse del mal, siguiendo para ello las exhortaciones del apóstol inspirado, y cuyas palabras son mandamientos del Señor (1 Corintios 5: 2, 7; 1 Corintios 14:37). La Iglesia, la asamblea entera, era responsable de separarse del mal, de mantener el orden y de guardar la sana doctrina.

 

CONCLUSION

 

Tal era, en aquellos días, la Iglesia de Dios sobre la tierra, a todos visible. Era una, no teniendo otro nombre o denominación que el de "Asamblea de Dios" o "de Cristo". Se entraba en ella por la conversión, aun cuando hubiese un signo exterior de esta entrada en la profesión cristiana - a saber: el bautismo. Un ministerio libre, según el don de gracia recibido, podía ejercerse allí, y la disciplina, llevada a cabo por la misma Iglesia, excluía al malo y al hereje. La Asamblea, la Iglesia, era así a la faz del mundo un testimonio único de la presencia del Espíritu Santo, de la glorificación de Cristo y del poder vivificante de la gracia.

 

A. L.

 

Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1957, No. 26.-

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